
Hablan, discuten, disputan, como amigos, como rivales, como iguales, Augusto y Virgilio.
“-Y en el centro del poema, verdaderamente centro y clímax del poema, en el centro del escudo de los dioses que concediste a Eneas, has puesto la descripción de la batalla de Accio.
-Así lo hice. El día de Accio fue la victoria del espíritu romano y sus costumbres sobre las oscuras fuerzas del Oriente, la victoria sobre el oscuro misterio que casi se había apoderado de Roma. Esta fue tu victoria, Augusto.
-¿Sabes el pasaje de memoria?
-¡Cómo podría saberlo! Mi memoria no alcanza la tuya …
-¿Cómo? ¿tan poco conoces tu propia obra?
-No recuerdo el pasaje.
-Entonces esforzaré por segunda vez mi memoria; espero lograrlo.
-Estoy convencido de ello.
-Bien, vamos a ver…: Pero en el centro del escudo está el César Augusto, guiando a los ítalos en la batalla que…
-Perdona, oh César, no reza así; el verso comienza con las naves acorazadas.
-¿Con las naves acorazadas de Agripa? -El César estaba visiblemente enojado-; ciertamente la coraza fue un buen invento, hasta fue en cierta medida una obra maestra de Agripa, y decidió, y decidió con ello la batalla… Así pues, mi memoria ha fallado; ahora me acuerdo…
-Como constituyes el centro de la batalla y del escudo, también tu persona está colocada en el centro de los versos; eso era lo correcto.
-Léeme el verso …
Augusto … arrastró la silla bajo sus posaderas y se dejó caer en ella con un pequeño suspiro de cómoda satisfacción, olvidado de su gran antepasado Eneas, cuyo sentarse seguramente se había realizado con mayor dignidad. Así estaba sentado allí el descendiente de Eneas, y su inicial relajación, este leve cansancio que actuaba como un primer signo de la vejez ya próxima, tenía en sí algo de conmovedor y conciliador; pero conciliador era también ver cómo se disponía a escuchar, con la cabeza apoyada en el respaldo y los brazos cruzados:
-Así pues, recita.
Y sonaron los versos:
-Ve del escudo en el centro el combate de Accio, el tumulto
de acorazadas naves, detrás la costa de Leucate;
hierve furiosa la lucha en las olas bañadas de sol.
Ve al Augusto guiando a los ítalos en la batalla,
alma del pueblo con él, grato a Penates y Dioses,
está en la alta cubierta, en llamas de oro las fúltigas sienes,
el brillo del astro paterno resplandece sobre su cabeza.
Allí la armada del flanco, favorecida por los vientos de los dioses.
Agripa, capitán altivo, se ciñe de llamas la frente con el signo
De orgullo del vencedor marino, la corona rostral.
Del lado opuesto Antonio, con bárbara pompa
y cien varias huestes, trae consigo, triunfador del Oriente,
pueblos de la Aurora, egipcios y gente bactriana
a la lucha; a su lado -oh infamia- la egipcia consorte…
Como si siguiera escuchando, el César callaba. Al rato dijo:
-Mañana es el aniversario de mi nacimiento.
Un día de bendición para el mundo y un día de bendición para el Estado romano; quieran los dioses darte la eterna juventud y conservártela”.