Los crisantemos, de John Steinbeck

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Los crisantemos, de John Steinbeck

“Era una hora de calma y espera”. En el rancho, Elisa Allen plantaba sus crisantemos. Cuando Henry su marido se le acerca, ella le habla con aspereza. Cuando él le pregunta por sus plantas, le brillan los ojos.

A los lejos, se acerca “un carromato al viejo estilo, cuya parte de atrás estaba cubierta con una gran lona blanca, un carro como los que se ven en las películas del Oeste”. El cacharrero le ofrece arreglar sus cuchillos, tijeras, ollas. Ella, reticente, le dice que nada necesita, y él se entristece. Él le pide le indique un camino para su ruta habitual: “Me dedico a hacer Seattle, San Diego y vuelta una vez al año … Seis meses la ida y seis meses la vuelta, más o menos. Intento perseguir el buen tiempo”. Ella dejó de lado su mutismo: “Eso suena bien. Parece un estilo de vida muy interesante”.

Pero seguía reticente. El cacharrero le preguntó si podía llevar unas semillas de sus crisantemos a una cliente. Elisa abandonó toda resistencia. Debía explicarle cómo trasladarlo y qué debía explicarle a su clienta: “el secreto está en las manos del plantador”. Le explicó: “Todo ocurre en la punta de los dedos. Tú sólo puedes ver cómo trabajan tus dedos. Lo hacen todo ellos solos. Puedes sentir cómo lo van haciendo. Cogen y arrancan los capullos unos tras otros. Nunca se equivocan. Es como si estuvieran conectados con la planta”.

Alegre ya, le dijo que buscaría unas viejas y abolladas cacerolas de aluminio para que le arregle. Entonces “la melancolía anterior se tornó en profesionalidad” en él.

Hay más: el cacharrero partió en su carromato, ella vio en eso que “camináis hacia la libertad”. Y sintió un impulso, fue un instante apenas, algo adentro de Elisa que la llevó a una noche inusual, algo simple: dejar de “pasar todo el tiempo encerrados en el rancho”, comer afuera, tomar un vino: triste y feliz a la vez.

Y hay esto otro. Esa reticencia inicial, se desvaneció en el interés de cada cual en lo que el otro hacía. No el elogio, acaso vano. Sino el reconocimiento por el otro de los propios gustos, tareas, oficios. Hay siempre una hora de calma y espera, y algo tan sencillo, puede removerte inesperadamente.

(Aguilar. Traducción de Ernesto Alberola)

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