
“A pesar del agotamiento, Nayeli cruzó corriendo la casa y subió las escaleras dando saltos. Nada le gustaba más que ver a Frida pintando. En el fondo de su corazón tenía la certeza de ser testigo de un hecho histórico…
La muchacha levantó la pequeña silla de madera en la que solía sentarse para mirar el espectáculo, pero esta vez una pintura puesta sobre la mesa de trabajo le llamó la atención. No recordaba haberla visto. Era uno de los tantos autorretratos que ocupaban a Frida, pero este era distinto, especial. Frida no parecía Frida. Era la versión masculina de la mujer más femenina que Nayeli había visto en su vida…
En lugar de sus atuendos habituales, la Frida de la pintura llevaba un amplio traje muy similar a los que, de vez en cuando, usaba Diego. Las ropas eran oscuras, casi negras; una camisa marrón, abotonada hasta el cuello, no dejaba ver ni un centímetro de su pecho. Todo lo femenino etaba anulado. El cabello no estaba en la cabeza. Los mechones largos, desparramados a su alrededor, y entre las manos una tijera y una trenza.
…
-Muchas veces me he sentido amada solo por mis atributos femeninos, que los hombres encuentran excitantes y las mujeres, excéntricos. Ambos, por distintas razones, quieren mi cuerpo. Cuando pinté esa tela, quise mandar al diablo a toditos. Esa también puedo ser yo. Cuando terminé la última pincelada, esperé unos días a que el óleo se secara y la cubrí con un lienzo para no verla nunca más.
-¿Por qué la escondiste? -preguntó la muchacha con curiosidad. Superado el estupor, consideró que la obra era muy linda. Había algo distinto en cada trazo.
Frida hundió el pincel en un tarro con agua y con ambas manos movió las ruedas de su silla hacia Nayeli.
-La escondí porque, a pesar de que la tristeza se refleja en cada uno de mis cuadros, en este en particular el sentimiento es abrumador y me daña.
-¿Y por qué ahora la quitaste del escondite?
-Porque asumí que no tengo salida alguna. La tristeza es mi destino, y hay algo de libertad en amigarme con eso”.