ARTE Y LITERATURA. El tigre de Mompracem, Alberto Della Valle, Emilio Salgari. Ernesto Ferrero

“El capitán ha encontrado un nuevo amigo en Génova. Es pintor, lo ha reclutado el editor Donath para ilustrar sus libros, porque Pipein Gamba, que también es muy bueno, ya no puede más. Se llama Alberto Della Valle, viene de Nápoles, ronda los cincuenta, tiene dos ojos brillantes de corte oriental, frente abombada, nariz autoritaria, barba tupida y, como muchos pintores de su época, es un apasionado de la fotografía. Para las ilustraciones, fotografía modelos que ha vestido e instruido convenientemente sobre las posturas que deben adoptar; luego pinta las ilustraciones con las fotografías a la vista. La ropa la cose su hermana Clelia, mezclando retazos de seda y de raso, adaptando cosas de la familia, improvisando turbantes; él colaboraba con piezas valiosas que ha ido acumulando durante años. Tiene zapatos, sombreros, espadas, floretes, cimitarras chinas, kris de Malasia, pistolas, fusiles y pistolas, misericordias españolas y -la más preciada de todas- una pistola con empuñadura como la de Sandokán. Para hacer de remo o de timón, va bien incluso un mango de escoba.

Cada escena se piensa muy bien. Alberto Della Valle toma apuntes de forma escrupulosa sobre cómo organizarla: ‘Mesonero al fondo, desesperado. Cuatro pinches sentados en una viga despotricando. Una escalerilla que conduce a la cantina. Jarros rotos en el suelo’. Dispone a los actores -familiares, amigos, él mismo-, da órdenes precisas, nunca queda satisfecho. Los gestos tienen que hablar. Grita: ‘¡El brazo más adelante, dobla la rodilla! ¡La cimitarra más arriba! ¡Hay que darle más fuerza al golpe para matar a un inglés!’. También está su mujer, la coloca sobre un balancín que se imagina sobre un barco. Tiene que dirigirse de forma melancólica a un distinguido capitán vestido con chaqueta de botones de oro, que está en pie a su lado: ‘Sir Moreland, olvidadme’.

El capitán participa en la toma de fotografías con mucho entusiasmo. No se entromete y no da consejos porque el pintor napolitano es quien manda. Sigue las instrucciones como un verdadero profesional y se divierte posando en casa o en el patio con los niños y los vecinos. Juega en serio, y en serio se divierte. Le gusta interpretar a Yáñez, se reconoce en la ferocidad y en la amabilidad del ‘noble caballero de las Célebes’. Si es necesario, se desnuda, y ataviado con sólo un taparrabos, levanta el látigo sobre un prisionero. Coloca a cuñados, primos y sobrinos en una maraña de guerreros abatidos por Sandokán, que los domina con sable y pistola. Sabe mostrarse arrogante, sarcástico, atónito, feroz, aterrorizado, suplicante.

Los posados son largos; el pintor, incansable. El capitán aplaude desde detrás del trípode de la cámara de fotos, se felicita. Le halaga que se hable de las representaciones como de tantos otros tableaux vivants. El pintor ríe satisfecho mientras se quita el turbante. Sus familiares tienen la facilidad de los artistas circenses, como si siempre se hubieran dedicado a eso.

El capitán cree que en Nápoles todo es maravillosa y espontáneamente teatral. En comparación con la tribu de los Della Valle, se siente patoso, torpe. Cree que son más salgarianos que él. Comparten con sus personajes una confianza que él, su padre, no cree poseer. Son sus personajes aunque se muevan en una casa burguesa, entre un espejo, una cómoda y una butaca. Nada puede rebajar la nobleza de sus gestos.

Las portadas e ilustraciones de Della Valle y de Pipein Gamba son bonitas, ayudan a vender. El capitán ha descubierto que está celoso de las ilustraciones de sus libros. Son ellas las que producen emociones indelebles que los jóvenes lectores se llevarán consigo a la madurez. Sandokán, Yáñez, el Corsario Rojo siempre tendrán el rostro barbudo de Della Valle, su corpulencia, su irónica autoridad de rajá blanco.

Vuelve a lamentar no haberse dedicado a la pintura. En las imágenes hay una verdad inmediata que las palabras no logran expresar. En sus fichas ha anotado un pensamiento de Leonardo: ‘Son mucho más antiguas las cosas que las letras … Nos bastan los testimonios de las cosas’. Quería decir que las cosas se ven, se tocan. Las cosas atestiguan por sí solas, con su desnuda existencia.

Años después vuelve a pensar en ello. Ya no está tan de acuerdo con Leonardo. La figura sólo es una, mientras que las palabras contienen todas las imágenes posibles”.

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