
“Sobre el fondo neutro y claro de una cortina gris, está pintada su figura: un poco más pequeña que el natural.
Ante todo el Negro, el negro absoluto, el negro de un sombrero de luto y de sus cintas mezcladas entre las mechas de cabellos castaños con reflejos rosados, ese negro que no tiene más que Manet, me cautivó.
Se les une un lazo ancho y negro que desborda la oreja izquierda, rodea el cuello y parece encogerlo; y el chai negro que cubre los hombros deja ver un poco de carne clara en la holgura de un cuello de hilo blanco.
Esos puntos cegadores de negro intenso encuadran y ofrecen un rostro de ojos negros demasiado grandes, de expresión distraída, como lejana. La pintura es fluida, fácil, obediente a la elasticidad del pincel; y las sombras de ese rostro, tan transparentes, las luces tan delicadas, que pienso en la sustancia tierna y preciosa de esa cabeza de mujer joven, de Vermeer, que está en el Museo de La Haya.
Pero aquí la ejecución parece más ágil, más libre, más inmediata. El moderno va deprisa, y quiere obrar antes de que muera la impresión.
La omnipotencia de esos negros, la frialdad simple del fondo, las claridades pálidas o rosadas de la carne, la pintoresca silueta de ese sombrero que fue ‘la última moda’ y ‘juvenil’; el desorden de los mechones, las cintas y el lazo que enmarcan los bordes de la cara; esa cara de ojos grandes cuya vaga fijeza es de una distracción profunda y ofrece, de alguna manera, la presencia de una ausencia -todo se concierta y me impone una sensación singular…de Poesía— palabra que debo explicarme al momento.
Más de una tela admirable hay que no tiene por qué guardar relación alguna con la poesía. Muchos grandes pintores hicieron obras maestras en las que no hay resonancia.
Incluso ocurre a veces que el poeta nace tarde en un hombre que hasta entonces no era más que un gran pintor. Así Rembrandt, que de la perfección alcanzada desde sus primeras obras se eleva al fin al grado sublime, al punto en que el arte mismo se olvida y se torna imperceptible, pues captado como sin intermediarios su objeto supremo, ese embeleso absorbe, arrebata o consume hasta el sentimiento de maravilla y la percepción de los medios empleados. Así ocurre a veces que el encanto de una música haga olvidar la existencia misma de los sonidos.
Puedo decir ahora que ese retrato del que hablo es poema. Con la extraña armonía de los colores y la disonancia de sus fuerzas; con el contraste entre el detalle fútil y efímero de un peinado de otro tiempo y algo trágico que tiñe la expresión de la cara, Manet hace que su obra resuene, compone un misterio con la firmeza de su arte. Combina la semejanza física con el modelo y el acorde único que conviene a una persona singular, y así, fija con fuerza el encanto distinto y abstracto de Berthe Morisot”.