
A partir de
Sin bendición, de Dana Hart
“Encargarse de un convento es una tarea ardua”, y allí “la Madre Ilustración tarareaba una canción
mientras hacía sus deberes”.
Pero, acaso no sea la ardua vida del convento. “Duerme en una habitación de una sola cama, que
tiene una cruz, con un Jesús ensangrentado, cabizbajo. Que refleje el sufrimiento y se traspase, de generación en generación”.
Tal vez sea esto otro, este interminable traspasarse de generación en generación. ¿Habrá algo, habrá alguien que, impetuoso, sea capaz de detenerlo? Y, ¿quién se atrevería?
[George Steiner nos dice que la literatura es una teología, una búsqueda de lo trascendente, llámese Dios, llámese el misterio inaccesible del ser humano; en las representaciones del rostro de Cristo, en el arte, hay acaso esta búsqueda incesante; en la ficción que ronda esta imagen -en un mundo hoy tan alejado de todo esto- hay igual ambición; porque, sigamos con Steiner, solo el arte, la música y la literatura es vecina de esta trascendencia inmemorial].
“Se hizo religiosa cuando su casa no se quemó, en un incendio que arrasó con su pueblo, dejando su casita blanca intacta. «¡Es un milagro!», pensó, y abocó su vida a los divinos caminos del señor”.
[Y, sigue Steiner, todos escribimos los días sábado: “Existe un día concreto en la historia occidental del que ni la relación histórica, el mito o las Escrituras dan cuenta. Se trata de un sábado. Y se ha convertido en el día más largo. Sabemos de aquel Viernes Santo que, según la Cristiandad, fue el de la Cruz. Sin embargo, el no cristiano, el ateo, también lo conoce. Esto significa que conoce la injusticia, el sufrimiento interminable, el despilfarro, el brutal enigma del fin que tan ampliamente constituyen no sólo la dimensión histórica de la condición humana, sino la estructura cotidiana de nuestras vidas personales. Sabemos, puesto que no podemos eludirlos, del dolor, del fracaso del amor, de la soledad que son nuestra historia y nuestro destino particular. También sabemos acerca del domingo. Para el cristiano, ese día significa una insinuación, asegurada y precaria, evidente y más allá de la comprensión, de la resurrección, de una justicia y un amor que ha conquistado la muerte. Si no somos cristianos o creyentes, sabemos de ese domingo en términos análogos. Lo concebimos como el día de la liberación de la inhumanidad y la servidumbre. Búsquedamos resoluciones, sean terapéuticas o políticas, sean sociales o mesiánicas. Las características de ese domingo llevan el nombre de esperanza. De todas maneras, el nuestro es el largo día del sábado. Entre el sufrimiento, la soledad y el despilfarro impronunciable por un lado, y el sueño de liberación, de renacimiento, por otro. Frente a la tortura de un niño, a la muerte del amor que es el Viernes, incluso el arte y la poesía mayores son casi inútiles. En la Utopía del Domingo, es de presumir, la estética carecerá de toda lógica o necesidad. Las aprehensiones y figuraciones en el juego de la imaginación metafísica, en el poema y en la música, que hablan de dolor y de esperanza, de la carne que se dice que sabe a ceniza y del espíritu del cual se dice que sabe a fuego, son siempre sabáticas”. Hay entonces un largo día sábado, esa esperanza que se erige sobre las cenizas. Ese grito, “¡es un milagro!” de Madre Ilustración. Pero.].
Pero están allí, en la vida cotidiana, las cenizas.
Las cenizas que son los restos de un fuego que alguna vez fue encendido. ¿Quién alguna vez lo encendió?, ¿cuándo?, ¿con qué secretos propósitos, con qué ilusiones?
“La imagen del Jesús crucificado en su pared, no le contesta nada. Le habla y le pide piedad, como
una cámara encendida. Sintiendo siempre el ojo, la mirada observante. Casi siempre está sola con sus tareas. Barre lo que no tiene hojas. Y arregla lo que no se rompió. Solo por costumbre. Solo por si Dios está mirando”.
Muchos padecimientos, “no me parece ilegítima la pregunta sobre por qué, por qué, por qué, de
algunas cosas”. Aunque, ¿no será ilegítima? “El demonio tiene signo de interrogación”.
Esa pregunta, entonces, parece el pedernal de aquel fuego apagado.
Pero puede hacerse. La Madre Superiora la reconviene. La castiga. La condena. “Supongo
que mi miedo más grande ahora, es quedarme sin su bendición”.
Escindida así de su mundo, no tardará en encontrar la escisión en su interior. Una en la luz del día, otra cuando desciende a la oscuridad de la noche. “Cuando llegaba la noche. Todas las culpas bullían. Las túnicas que cubrían su cuerpo y su cabeza, caían. ¿Qué puede pasar, con la caída del sol, para que una mujer, se convierta en otra cosa? Está tan lleno de mitos y leyendas en el mundo de los hombres, que todo el mundo se olvidó de observar a la mujer, en sus transformaciones manifiestas”.
Y entonces llega la noche. Y la escisión se abisma ante sí misma. “Lo mío tiene más que ver con una chispa, con el deseo inquebrantable de ver las flamas ardiendo, no para lastimar a nadie, no para
dañar, sino para regar su calor. Solo Dios sabe, que yo fui, mi propio milagro”.
Ser el propio milagro de uno mismo.
Pero está allí la mirada desde la Cruz; está allí la espera acostumbrada de la bendición de quien esté autorizado para bendecirnos. Por eso la noche te cubre de esas miradas. Y aparece lo otro en uno, esa escisión que habilita a algo que la noche oculta.
“Era el último jueves de Agosto, cuando se puso encima una polera de mangas cortas, negra, no demasiado ceñida y salió sin que la Madre Superiora se diera cuenta. Usaba una puerta trasera, que despedía a la gente por la cocina, y evadía los controles de ruido, caminando en puntillas de pie. Cruzó los jardines del convento, como un ladrón, y salió a las calles nocturnas, terreno de nadie, donde ni Dios está observando, para convertirse en otra, en una que no es, en una escisión”.
En medio de la noche, “sacó su encendedor de plata del bolsillo”.
Volvió más tarde a su habitación, allí “se encontraba sumergida en su propia contradicción. No como
Mr. Jekyll y Mr. Hyde, sino como una compleja trama de oposiciones dialécticas, una puesta sobre la otra, enfrentándose, mirándose frente a frente, bailando la danza de quien se apega a sus escisiones. Cuando se despertó, se miró en el espejo. Se veía y podía ver la banda en la que se movían sus emociones. De noche, la barca de su ánimo transitaba por un lado de la banda, y de día, su ánimo transitaba por el otro”.
[No se trata de un Dr. Jekyll liberando su lado oscuro. Hay una otra cosa, torciendo la tradición].
Jekyll era dueño de sí mismo, demiurgo de sus invenciones desatadas y temibles. A Madre Ilustración, el día la devolvía a la sumisión, “comenzó nuevamente el listado de tareas, que fluía de la boca de la Superiora, como si fueran pulgas escapando de un perro intoxicado”.
[Hay una escisión entre bien y mal, Jekyll elige, aún a pesar de sí mismo en parte, seguir haciendo el mal. En Madre Ilustración, hay otra cosa].
Hay, aquella otra noche que volvió a abandonar el convento, “la culpa (que) comenzó a devorar su cabeza como un águila”.
Pero, hay también una reparación; el fuego primordial, un diálogo con la Cruz.
“¡Me ofende que lo pienses de mi, Jesús, porque te veo mirándome, con tus manos ensangrentadas y tu corona de espinas. ¡Yo también soy una mártir! ¿O por qué me hiciste así? Con esta manía. Yo quería ser completa e integral, absolutamente consecuente, una unidad, no contrapuesta. ¡Y mírame Jesús! Me has hecho una mezcla explosiva, revuelta de materiales peligrosos. ¡No puedes culparme!”.
Un diálogo con el misterio inaccesible del ser humano. Que no es otra cosa que la búsqueda de la redención, mística, vecina de lo trascendente; acaso, ilusoria.
[Se tuerce entonces la tradición. Si Jekyll, dice Borges, “se entrega a ese placer de ser puramente malvado, de no ser dos personas como somos cada uno de nosotros”, Madre Ilustración, atravesando la propia culpa y el castigo de la Madre Superiora, a lo que se entrega es a la escisión].
Y entonces, la escisión es una puerta a eso otro, originario, primordial, a aquello trascendente hoy expulsado de nuestras vidas: Y sin romperse, en ese diálogo permanente consigo misma en sus diálogos con el Cristo en la Cruz.
Porque, para Jekyll, “para el hombre, la mala consciencia”, para Madre Ilustración, “para la mujer, la culpa”.
Diferencia sutil. No la noche del mal contrapuesta al día de la mala conciencia: sino, la redención; seguir siendo dos. Pero como un misterio que no puede ser dicho.
Tras el último castigo, esta vez no de la mirada del Cristo de la Cruz ni de la Madre Superiora, un hombre se acerca por la calle, “Ilustración hubiera querido contarle todo lo que había pasado, reflexionar sobre cada detalle. Era la ocasión perfecta para confesarse, para buscar redención. ¡Para buscar hablar con Dios! ¡Redimirse! ¡Conversar con Jesús! Pero no lo hizo. No le dijo ni una sola palabra a nadie. Había aprendido que el verbo, pertenecía también, al mundo de los hombres. Se despidió amablemente del caballero. Y apretó el encendedor entre sus manos”.
[Hay, dice Steiner, una cuestión de género en la literatura -que alerta aunque en parte justifica-: se verifica una “tendencia hacia la masculinidad. Siento plenamente su inferencia (más que metafórica) de una primacía masculina en la creación de grandes obras ficticias —una primacía que no se explica del todo recurriendo a una base social, histórica o económica— y de una imagen o metáfora patriarcal y militante de Dios. Es posible que exista, aunque en absoluto de modo necesario, una influencia del género en cualquier modelo de creación tan agonal como el acto de lucha con el ‘otro creador’. Estoy convencido de que en la poesía o en las novelas escritas por mujeres existe una fuerza de contracreación de posesión y corrigenda del mundo tan fuerte como en las escritas por hombres. ¿Ha habido mayores luchadores con el ‘ángel que es terrible’ que, por ejemplo, George Eliot o Ajmátova? Y sin embargo… ¿No hay algún formidable indicio en la ausencia casi total de cualquier escritora importante en el teatro?”].
Entonces, ¿queda sólo el silencio en las mujeres escritoras; en las redentoras en diálogo con lo trascendente; en la búsqueda del fuego primordial? Hay -algo propio de la literatura, también Steiner lo sostiene-, un paso a la acción, a través de la palabra: hablando con uno mismo; torciendo la tradición, aquí, de esta literatura de la escisión: una “contracreación”: pero hay que poder reconocerla; también, de apretar el encendedor entre nuestras manos.