
“En el retrato del P. Paravicino hay una fisonomía tan lograda, que merece la biografía.
Tonsurado, con la faz alumbrada de palabras, el P. Paravicino iba a ver al Greco, a contemplar sus cuadros, en que Dominico [el Greco se llama Dominico Theotocopuli] con la pintura quería hallar la especie sutil de los sueños, la ansiedad poética, la locura de la inmortalidad.
El P. Paravicino, tonsurado de modo especial, llevaba su rostro traslucido de vigilias, penitencias y encima preocupaciones poéticas, deseos de escultor retórico, compensándose en la poesía del insomnio de monje.
El Greco admiraba la inspiración luchadora del fraile metido en fortaleza teológica y soñador de poesía.
Veía sus deseos de soltarse la camisa de fuerza de sus hábitos y sus deseos más fuertes de continuar yugado por ellos, limitado por la mortaja seria y suelta en que el cuerpo vivía sacrificado.
No paró hasta que lo sentó en uno de sus sillones fraileros y pintó esa fiebre pálida y morena, exaltando su cabeza en capuchón blanco caído sobre los hombros, mientras el capote y la esclavina negra hacían contraste no sólo con el revés blanco del capuchón, sino con la sotana blanca y con la cruz de su orden inscrita sobre el vientre.
El fraile poeta teme al ser retratado la tentación de la pintura y desconfía de esa inmortalidad sin renuncias, que hay en el ser perpetuado de mano maestra.
El Greco, mientras, quería recoger ese éxtasis curioso del poeta, ese comprender la propia luz del pintor del que fue gran creyente. Quiso darle la atención para siempre, quiso ponerle ojos que viesen el espectáculo del porvenir.
No queriendo desmentir la fama de estudioso y erudito del poeta le colocó un gran libro al lado y sobre él otro libro más pequeño, en el que señala, con un dedo de la mano izquierda, el sitio en que iba cuando el pintor lo distrajo.
La otra mano es un poema del Greco. Quiso dejarla en ese reposo de cansada con que queda la mano del escritor cuando descansa, en actitud, como de no haber hecho nada, en modestia penitente, dejando que la tinta sangrienta repose en los dedos.
… Arde en prohibiciones de convento y visión de gracias. Está entre la audacia y el arrepentimiento. Pena en sus sillón como en un infierno, es un condenado en traje de prisiones, entre el deseo de alabar al mundo y la pasión de convertir en símbolo religioso ese deseo. Es el retrato del Greco en que hay más incertidumbre y menos fijeza airada”.