
“Entre los ‘60 y los ’70 Freud hizo retratos de carniceros anónimos y pares del reino, de gángsters famosos, duquesas excéntricas y demimondaines de todo tipo, de futuras amantes y ex amantes y, cuando le quedaba tiempo, de sus hijos (el único momento en sus vidas que tenían de estar con papá). Cuando podía los desnudaba; cuando no podía, se enfocaba en sus caras y en sus manos, buscando siempre lo mismo, ajeno por completo a los virajes estéticos del arte de su tiempo. En el mundillo de la plástica se burlaban de sus retratos, le decían “el hombre que convirtió el beige en el color del rigor mortis”. Ser retratado por Freud equivalía a entrar en el panteón de los muertos en vida.
Hasta que una noche de 1986, en un antro de moda, Freud conoció al exuberante transformista australiano Leigh Bowery. Se lo presentaron por pura malicia, “para mejorarle la paleta”: Bowery era la antítesis del beige Freud, una explosión de color, textura y movimiento, no solo en la extravagante ropa que se diseñaba él mismo, sino en la manera en que transformaba con apósitos y maquillaje delirantes su cráneo rapado y su rubicundo corpachón de metro noventa y 110 kilos (Boy George lo bautizó “el arte moderno en plataformas”; Lady Gaga le copió todo veinticinco años después). El mundillo de la plástica se rió por lo bajo cuando Bowery le dijo a Freud que él también quería su retrato y vieron al dúo perderse en la noche rumbo al atelier del pintor en Holland Park.
La paleta de color de Freud no cambió en absoluto, pero todo lo demás sí. No más llegar al taller y ver los desnudos a medio pintar apoyados contra las paredes, Bowery se despojó sin que nadie se lo pidiera de todo lo que conformaba su identidad: las plataformas, la ropa, la peluca, hasta el maquillaje, y a cara lavada y cuerpo desnudo se ofreció a la paleta de Freud. Era un continente entero, y el viejo Lucian lo entendió en una descarga eléctrica: debía pintarlo a tamaño natural. No. Debía ir más allá. Debía pintarlo al tamaño en que él lo veía …
Por aquellos años el British Museum ofreció pases, a un grupo selecto de pintores, para entrar a la hora que quisieran a recorrer tranquilos las salas. Hay una imagen hermosa de Bowery y Freud que lamentablemente solo conocemos de oídas, por boca de un sereno del museo: el fibroso pintor y su voluminoso modelo están en una sala vacía y en penumbra, contemplando un cuadro que han iluminado para ellos. Es el famoso retrato de cuerpo entero que hizo Cézanne de su amigo enano, Achille Emperaire, sentado en un sillón con las piernitas colgando en el aire. Afuera, en el mundo, es de noche y llueve; pero Lucian Freud y Leigh Bowery están en otra parte: en un lugar llamado nirvana”.