
Diálogos. La muerte feliz de William Carlos Williams, de Marta Aponte Alsina
(No es novela ni cuento, a quienes aquí acogemos. Pero escrita por un novelista, no es solo crítica o análisis. Es un diálogo entre escritores. Y creación de un espacio literario. Por eso también lo acogemos).
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[Hay algo raro. El título nos llama a esperar la vida, y muerte, del poeta William Carlos Williams. Al adentrarnos en el libro, pareciera una biografía, bellamente narrada. Y pareciera ser, más que del poeta, de su madre, la pintora, Raquel. Y nos dice de “la novela de la madre del poeta”. ¿De qué se trata entonces?].
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Los demonios: sus terrores ancestrales. En su casa, todo era voces, del autoritario padre buscando acallar las voces de tres bocas del animal de tres cabezas que veía; de la tía; de la abuela; de la madre que exigía todo de él. “Desde aquellas noches fue la poesía. Nació vestida de terrores. Le ha costado, cuando escribe, deshacerse de esa carga. También ha pagado el precio de la compasión que le inspira la música de las palabras débiles, esos gatitos enfermos que exigen la vida que no merecen. Anota palabras, no podría dar un paso sin llevarlas a la tinta. Persigue una poesía que no se contenta con ser lo radicalmente hermosa que es, como si el cuerpo más agraciado del mundo no se resignara a la belleza y prefiriera vestir andrajos … No quisiera saberlo, pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético”.
El terror no solo era de los trances de su madre y locuras distintas de su familia; también estaba en él. “William Carlos se protegía de los trances de su madre, pero él mismo, que insistía en escribir en presencia de brazos cortados, recién nacidos sangrientos, niños muertos y enfermeras eróticas, no pudo haberlo hecho sin el don de recibir. De ver con más de un par de ojos”.
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La literatura. William Carlos Williams. Las mujeres de su vida -él era “medio mujer”, además-: Florence. Floss, su esposa; Raquel, su madre, Emily, su abuela, quiso eternizarlas en sus libros. “La literatura es también cementerio familiar e ira apalabrada; confusa expresión de cariño”.
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Sus demonios personales, y su -inútil [agregaría yo]- extirpación. Una obsesión [que parece huir de -o, más bien, desafiar- tantos terrores, de voces, de desgracias de una larga historia de desgracias que arrancan al menos desde la infancia de su madre, también, de su profesión de médico] lo impulsa a escribir, en cada pedacito de papel que encuentra vacío, en cada momento. “Memoriza hasta veinte frases escuchadas en las aceras o en las farmacias o en la sala de partos y uniéndolas sin maquillarlas, sin molestarse en que rechinen por su desconexión, escribe un párrafo de novela. De noche, en el ático, escribe. Cierra los ojos y escribe entre el bochorno y la furia. Se hunde en el desasosiego y escribe. Odia las mulas de carga que son sus pacientes miserables. Hasta que, de golpe, en el hombre más vil, descubre el deseo, la única virtud posible en la pobreza, y escribe”.
[¿O no tan inútil?] “Estar en poesía: cortar sin necesidad de navajas”.
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La función de la (de su) poesía. “que los Estados Unidos de América se reconozcan en el espejo de las voces que él escucha”.
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Inesperados orígenes. ¿Hasta donde se remonta lo que después aparecerá como un destino, ser escritor? “Cuando no jugaba con los niños menos recomendables del pueblo y llegaba con las rodillas de los pantalones desgarradas, se acurrucaba en la falda de la abuela Emily, que le señalaba los nombres y sinónimos imaginables de las cosas. Las hojas no eran solo hojas, sino orejas de duende, dedos de rana. Las semillas secas del arce o del roble eran pájaros, anclas, ángeles. Las manzanas perdían el alma en cada mordisco, el jugo te habla, decía la vieja. Y no hay nada más rico en asociaciones que el cielo del norte: color de lunar cutáneo, color de eclipse de sol, color de pantalón arrugado”.
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[Su madre, Raquel, joven, es 1878, en Paris. “Ella prefiere las colecciones de plantas a los zoológicos. Le apenan desde que en un serpentario observó las escamas desoladas de la única boa triste que había visto y el mal humor de los monos que parecían maldecir la imposibilidad de una muerte feliz. Si el encierro es un infierno para los humanos, para los animales, que no tienen el poder de engañarse, es doblemente doloroso. Pobres seres sucios, despeinados, tatuados de heridas].
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Sus elegidas influencias. “Entre pacientes, William Carlos Williams escribe un ensayo sobre Lorca … descubre que los grandes artistas españoles del barroco, para no anclarse en la tradición, ni rendirse ante petrarquistas y afrancesados, “escape upward”. Escapan hacia lo alto … lee a Sandburg en el pulso de Rod: es imprescindible una teoría unificadora para que la poesía sea algo más que una sucesión de gestos desorientados, arbitrarios, redundantes (“an aimless series of random and repetitious gestures”). Las formas nuevas se imponen, pero solo para ampliar el alcance –y trascender las restricciones– de las formas viejas”.
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¿Para qué escribir? (O el anti- éxito). “Los libros de Carlos no se venden. Ha sido tanta la indiferencia, han sido tan negligentes los editores, tan numerosos los lectores inexistentes, que el poeta es feliz, cual puede serlo quien escribe solo para desafiar la bilis de la tristeza diaria. Ha publicado sin que nadie espere sus obras. Ha pagado por la impresión de libritos descuidados que los editores enterraban en sus bodegas. Ha conocido a grandes artistas y colegas que no se tomaban la molestia de leerlo. En las vanguardias el desorden iconoclasta pasaba por jerarquías clasistas: los americanos leían a los europeos, los europeos leían a los europeos”.
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El íntimo motor: amor, Edipo, rivalidad, y el desafío del arte imposible. Raquel, joven en Francia, estudiante en un taller de pintura, ganadora de medallas y reconocimientos, copiaba, destruía sus bocetos, copiaba de nuevo una y otra vez. *Amor e inocencia, un camino a seguir. “Después de todo el boceto, por ser copia de una copia degradada, no tiene tanto valor como el gesto de hacerlo, que suelta la mano y la devuelve a un estado de inocencia. El arte, en lucha con la vida y contra la muerte, representa la interminable búsqueda de nuestra irrepetible, pavorosa, entrada en el mundo, al golpe de la primera luz”. *Inocencia visionaria. “A veces era feliz. La felicidad y el olor de la trementina y los óleos coinciden en la memoria de William Carlos. La pintura, hijo mío, y la poesía, son siempre representaciones de objetos muertos, pero la muerte no tiene que ser aterradora. Hay mucha vida en algunos muertos pintados. Para no hablar de objetos que nada tienen que envidiarle a la piel humana. El maestro Duran, cómo no pensar que pintó aquel guante carnoso y sensual, aquella mano de una belleza falsa, para oponerlos al deterioro de una mujer que envejecía a su lado. Cuando yo era una niña pintaba espíritus. Pero ahora no los veo con la claridad de aquella mirada. A veces pinto flores. No las flores sobre las que todo el mundo está de acuerdo, en cuanto a sus aromas y colores. No, cuando pinte algo que me guste lo sabrás. Una margarita será la margarita, no lo dudes”. *Amor, rivalidad, desafío. “Si no me estorbaras todo el tiempo con tu presencia, si dejaras pintar a tu madre, sabrías de lo que hablo. ¿Qué es eso de que el mar es una copa llena? Recuerdo perfectamente el poema, está en uno de tus primeros libros. El mar no cabe en una copa, para no hablar de cuán irregular es la cuenca del mar. Una imagen desafortunada, Willie. Así creció William Carlos, junto a una teoría imposible del arte imposible de una madre pintora que no podía trazar una línea sin temblores, pero que adivinaba con claridad absoluta lo que sus balbuceos no sabían comunicar: el arte triunfa cuando las cosas desaparecen”.
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Son los muchos, infinitos, inesperados, misteriosos caminos que conducen a algunos al arte y a la literatura.
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[Se trata entonces, volviendo al principio, de un entrevero -fértil en obras- de amor y rivalidad, entre la poesía y la pintura, entre el hijo y la madre].