Píldoras de la crítica. La Araucana de Alonso de Ercilla, y la mala muerte literaria. Gabriela Mistral

Píldoras de la crítica. La Araucana de Alonso de Ercilla, y la mala muerte literaria. Gabriela Mistral

(Apenas un breve extracto para pensar, sin hacer crítica de la crítica, ni hacerse parte de entreveros, ni tener que recorrer estos caminos)

“Su epopeya tuvo ese pueblo [el araucano], una merced con que el conquistador no regaló a los otros el apelmazado “bouquin” de Alonso de Ercilla, que pesa unos quintales de octavas tan generosas como imposibles de leer en este tiempo.

Cualquiera hubiera pensado que un pueblo dicho en poema épico, referido elogiosamente por el enemigo, exaltado hasta la colección de clásicos españoles, sería un pueblo de mejor fortuna en su divulgación, bien querido por las generaciones que venían y asunto de cariño permanente dentro de la lengua. No hay tal; la intención generosa sirvió en su tiempo de reivindicación -si es que de eso sirvió-, pero la obra se murió en cincuenta años de la mala muerte literaria que es la del mortal aburrimiento, la de disgustar por el tono falso, que estos tiempos sinceros no perdonan, y de enfadar por el calco homérico ingenuo de toda ingenuidad.

Lástima grande por el cantor, que fue soldado noble, pieza de carne dentro de la máquina infernal de la conquista, y más lástima aún por la raza que pudo vivir, hasta sin carne alguna, metida en el cuerpo de una buena epopeya, que no le quedaba ancha, sino a su medida.

El bueno de Ercilla trabajó con sudores en esa loa nutrida de trescientas páginas, compuestas en las piedras de talla de las octavas reales. Cumplió con todos los requisitos aprendidos en su colegio para la manipulación de la epopeya; masticó Ilíadas y Odiseas para reforzarse el aliento e hizo, jadeando el transporte de la epopeya clásica hasta la Araucanía del grado cuarenta de latitud sur. Tan fiel quiso ser a sus modelos, según se lo encargaron sus profesores de retórica; tan presente tuvo sus Aquiles y sus Ajax, mientras iba escribiendo; tan convencido estaba, el pobre, de que la regla para el canto es una sola, según la catolicidad literaria, que se puso a cantar y contar lo mismo que Homero cantó a sus aqueos, a los indios salvajes que cayeron en sus manos.

Bastante pena se siente de la nobleza de propósito de la artesanía desperdiciada. La Araucana está muerta y sin señales de resurrección dichosa, aunque me griten: “¡sacrilegio!”, los letrados ancianos, y por ancianos inocentones y pacienzudos, que la leen aún y la comentan en Chile -que en España y América a ninguno se le ocurre ya comentarla ni leerla-. Tocada por donde la tañen, no suena plata cristalina de verdad; responde como esas campanas de palo que hacía cierto burlón. Menos que sonar gayamente, echa la pobre aquellas sangres tibias que manan todavía tantos libros viejos cuando se les punza cariñosamente. Manoseada por el curioso del año treinta y dos, nuestra Araucana se nos queda en la mano como un pedazote de papel pesada y sordísima.

No importa el mal poema: la raza vivió el valor magnífico; la raza hostigó y agotó a los conquistadores; el pequeño grupo salvaje, sin proponérselo, vengó a las indiadas laxas del continente y les dejó, en buenas cuentas, lavada su honra. El pueblo araucano se sume y se pierde para el mundo después de asomada a la epopeya”.

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