
A partir de
El divino Narciso, de sor Juana Inés de la Cruz (el Narciso de sor Juana)
Canta la Gentilidad a Narciso, no por gentil, sino por la hermosura del homenajeado.
“¡Aplaudid a Narciso, plantas y flores!
Y pues su beldad divina,
sin igualdad peregrina,
es sobre toda hermosura,
que se vio en otra criatura,
y en todas inspira amores”
Pero le reclama, le advierte, la reprende su madre la Naturaleza Humana, madre también de Sinagoga, que canta, por su lado, a las verdades, por dejarse llevar por la sola hermosura.
“pues tú, Gentilidad ciega,
errada, ignorante y torpe,
a una caduca beldad
aplaudes en tus loores”
Y recomienda a sus dos hijas que se dejen de discordias, que ambas alaben a Dios en la figura de Narciso, en más sabia alianza.
“y así quiero que, concordes,
(A la SINAGOGA.)
tú des el cuerpo a la idea,
(A la GENTILIDAD.)
y tú el vestido le cortes”
Eco está aquí nuevamente sufriendo de amor por Narciso y su hermosura, ella, igualmente hermosa por ese rasgo de él que aquí conocemos por vez primera: es susceptible: se ofende por quererse su igual; es desdeñoso: la aparta; es colérico: la aleja.
“Ya sabéis que yo soy Eco
la que infelizmente bella,
por querer ser más hermosa
me reduje a ser más fea,
porque -viéndome dotada
de hermosura y de nobleza,
de valor y de virtud,
de perfección y de ciencia,
y en fin, viendo que era yo,
aun de la naturaleza
angélica ilustre mía,
la criatura más perfecta-,
ser esposa de Narciso
quise, e intenté soberbia
poner mi asiento en su solio
e igualarme a su grandeza,
juzgando que no
era inconsecuencia
que fuera igual suya
quien era tan bella;
por lo cual, Él, ofendido,
tan desdeñoso me deja,
tan colérico me arroja
de su gracia y su presencia,
que no me dejó ¡ay de mí!,
esperanza de que pueda
volver a gozar los rayos
de su divina belleza”
Y conocemos también por vez primera, los rasgos de ella: rencorosa, se venga y solicita que nadie le ame -que Naturaleza Humana no le ame, con quien, audaz Eco, rivaliza- si ella no pudo amarle: lo condena a la soledad de sí.
“Yo, viéndome despreciada,
con el dolor de mi afrenta,
en odio trueco el amor
y en rencores la terneza,
en venganzas los cariños,
y cual víbora sangrienta,
nociva ponzoña exhalo,
veneno animan mis venas;
que cuando el amor
en odio se trueca,
es más eficaz
el rencor que engendra
…
ya que no posea
yo el solio, no es bien
que otra lo merezca”
Tal es el amor, que se hace osado. Lo diviniza. Y se hace temeroso: teme dejar todo por él.
“Pues yo, ¡ay de mí!, que en Narciso
conozco, por ciertas señas,
que es Hijo de Dios, y que
nació de una verdadera
mujer, temo, y con bastantes
fundamentos, que éste sea
el Salvador. Y porque
a la alegoría vuelva
otra vez, digo que temo
que Narciso, que desdeña
mi nobleza y mi valor,
a aquesta pastora quiera;
porque suele el gusto,
que leyes no observa,
dejar el brocado
por la tosca jerga”.
Pero, aunque teme, insiste, y todo le ofrece. Y el soberbio Narciso, la rechaza nuevamente.
“NARCISO
Aborrecida ninfa,
no tu ambición te engañe,
que mi belleza sola
es digna de adorarse.
Vete de mi presencia
al polo más distante,
adonde siempre penes,
adonde nunca acabes.
ECO
Ya me voy, pero advierte
que, desde aquí adelante,
con declarados odios
tengo de procurarte}
la muerte, para ver
si mi pena implacable
muere con que tú mueras,
o acaba con que acabes”
Pero hay trampas esperándole, que ni Narciso espera, ni Eco tampoco espera. La Gracia propone a la enamorada Naturaleza Humana, esconderse entre los ramajes, reflejar su belleza en la fuente a la que pronto Narciso se acercará para saciar su sed. Se acerca, ve la belleza. Detrás Eco observa que enamorado está de la belleza que ve.
Pero, ¿qué ve cuándo ve esa belleza, de qué se enamora Narciso?
“su misma semejanza contemplando
está en ella, y mirando
a la Naturaleza Humana en ella.”
Pero, ¡cuánta confusión!, es amor de sí, enamorado de sí mismo, doloroso de muerte amor de sí.
“No me puedo engañar yo,
que mi ciencia bien alcanza
que mi propia semejanza
es quien mi pena causó”
Y, para mayor confusión, es una muerte que no muere, porque la tal belleza de Narciso, enamorado de la Naturaleza Humana enamorándose de sí mismo, es del mismo Dios que se enamora.
“Su propia similitud
fue su amoroso atractivo,
porque sólo Dios, de Dios
pudo ser objeto digno”
Otra, ¡audaz sor Juana!, trinidad: el hombre, la Naturaleza Humana, Dios. Tres y Uno son.
Es el Narciso de T. S. Eliot, es la fatídica pretensión de ser algo más que solo un hombre. Es el Narciso de Salvador Dalí no la plenitud de un amor por uno mismo, si no la insuficiencia del amor por el amado, por la amada, por todo, a través de los tiempos, tan infinito que nuestros pequeños amores se hacen poco o nada. Es el Narciso de José Lezama Lima el amor egoísta de sí -un amor solitario de sí, un amor de muerte-, que -como probablemente ni rechazamos ni condenamos-, lo contrasta con el incondicional amor por el otro de Dánae. Es el Narciso de Calderón de la Barca, no el del egoísta amor de sí; es, por el contrario, la condena del amor de sí por obligación, por huir del cruel mundo que le impide amar a Eco, su amor. Es el Narciso de sor Juana -esta vez la rivalidad entre dos mujeres, Eco y Naturaleza Humana, esta vez la soberbia y el desprecio de Narciso-; pero hay algo más, algo confuso, algo nuevo: amarse a uno mismo, es amar a la Naturaleza Humana que hay en uno mismo, y eso, ¿es pecado acaso; acaso merece la muerte; acaso la condena?