Los trabajadores del mar, de Víctor Hugo

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Los trabajadores del mar, de Víctor Hugo

“Como el desvarío tiene su lógica y lo posible tiene su ilusión … Enigmas … Horror sagrado … Lo ignoto”. Algo y nada de estas tinieblas de la naturaleza y del alma humana se entremezclan en las historias de Gilliatt, de Lethierry, trabajadores del mar, y de los suyos… El encuentro terrible del hombre y la Naturaleza, “madre cuando bien le parece, verdugo cuando así le place”. También, superstición y progreso, Revolución, Restauración e Imperio; proscritos, exiliados, contrabandistas; fanáticos de la virtud y criminales. Todo un mundo en una isla, Guernesey.

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[“La Religión, la Sociedad, la Naturaleza; estas son las tres luchas del hombre. Estas tres luchas son al propio tiempo sus tres necesidades; es necesario que cree de ahí el templo; es menester que cree de ahí la ciudad; es necesario que viva, de ahí el arado y el buque. Pero estas tres soluciones contienen tres guerras, y de las tres sale la misteriosa dificultad de la vida. El hombre tiene que combatir con el obstáculo bajo la forma de superstición, de preocupación y de elemento. Una triple ananké [fatalidad] del fanatismo, el ananké de las leyes y el ananké de los elementos. En Nuestra Señora de Paris el autor ha indicado el primero; en Los Miserables ha señalado el segundo; en este libro describe el tercero. Con estas tres fatalidades que rodean al hombre se mezcla la fatalidad interior, el ananké supremo, el corazón humano”].

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Un día “del año de 182*” en Guernesey, una de las islas de La Mancha, “archipiélago inglés y litoral francés”. Allí, donde habita el diablo con sus distintas denominaciones, por lo que “grandes precauciones tienen que tomar en esta mar los pescadores normandos de la Mancha con motivo de las ilusiones que el diablo produce”; también la habitan brujos, y la última quema de brujos fue no hacía demasiados años atrás.

En el camino, se ven entre sí, distantes varios pasos una del otro, Deruchette y Gilliatt, que vivía en una de las casas visitadas por el demonio.

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[Estaban también, otras casas, más terrenales. Estaba, por ejemplo, “la Jacressarde era la morada de los que no moraban en parte alguna. En todas las poblaciones, y muy especialmente en los puertos de mar, hay, debajo de la población, un residuo. Gentes sin oficio ni beneficio, sin casa ni hogar, de tal manera que frecuentemente ni la misma justicia puede adivinar su procedencia, espumadores de aventuras, cazadores de expedientes, químicos de la especie estafa, que echan siempre la vida en el crisol, todas las especies del harapo y todas las formas de llevarlo, los frutos secos de la falta de probidad, las existencias en bancarrota, las conciencias que han renunciado a su balance, los que han abortado en el escalo y robos con fractura (pues los grandes ladrones se ciernen y permanecen en las altas regiones), los trabajadores y trabajadoras del mal, los tunos y las tunas, las inquietudes medrosas y los codos destrozados, los truhane reducidos a la indigencia, los malhechores mal recompensados, los vencidos en la lucha social, los hambrientos que han sido devoradores, los merodeadores del crimen, los indigentes en la doble y lamentable significación de la palabra; tal es el personal … Aquella podredumbre humana fermentaba en aquella tina. Estaba arrojada allí por la fatalidad, por el viaje, por el buque que había llegado el día anterior, por una salida de cárcel, por la suerte, por la noche. Cada día el destino vaciaba allí su banasta. Entraba el que quería, dormía quien podía, hablaba quien se atrevía. Porque aquel era un lugar de cuchicheo. Había prisa en comunicarse. Se procuraba olvidarse en el sueño, ya que no era posible perderse en la sombra. Tomábase de la muerte lo que se podía. Se cerraban los ojos en aquella agonía que volvía a comenzar todas las noches. ¿De dónde salían aquellas gentes? de la sociedad, siendo la miseria; de la ola, siendo la espuma”].

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Había llegado, Gilliatt, hacía años atrás con una mujer, su madre, su abuela, su tía, nadie sabía, y pobres como eran, ocuparon esa casa que nadie quería. Es que “los volcanes arrojan piedras y las revoluciones hombres. Familias enteras son enviadas a grandes distancias; te cambian los destinos; se dispersan y desmenuzan los grupos; caen como de las nubes gentes sobre Alemania, sobre Inglaterra, sobre América. Admiran a los naturales del país. ¿De dónde vienen esos desconocidos? Aquel Vesubio que humea allá abajo los ha escupido, los ha expectorado. Se dan nombres a esos aerolitos, a esos individuos expulsados y perdidos, a esos separados de la suerte. Se les llama emigrados, refugiados, aventureros. Si se quedan, se les tolera; si se van tanto mejor”. Esa mujer murió, Gilliatt sintió el vacío a su alrededor, después, la desesperación, después, “más adelante, se comprende que el deber es una serie de aceptaciones”; y se hizo un hombre solitario, y por sus rarezas se decía que vivía en olor de brujería. No lo necesitaba -no era rico pero no era pobre-, y salía de pesca, y era “un marino sorprendente. Era piloto nato. El verdadero piloto es el marino que navega más todavía sobre el fondo que sobre la superficie. La ola es un problema exterior, continuamente complicado por la configuración submarina de los lugares que el buque recorre. Al percibir á Gilliatt entre los escollos y los arrecifes del archipiélago normando, parecía que debajo de la bóveda del cráneo tenía una carta geográfica de las profundidades del mar. Conocía todos los peligros, y todos los retaba”.

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[El mar. Este otro mar que no es el que solemos mirar o leer. “Allí, a la profundidad á que alcanzan difícilmente los buzos, hay antros, cuevas, grutas, encrucijadas y cruzamientos de calles tenebrosas. Allí pululan las especies monstruosas. Los cangrejos se comen los peces, y ellos a su vez son también comidos. Formas espantosas, hechas para no ser vistas por ojos humanos, vagan por aquella obscuridad. Confusos lineamientos de bocas, de antenas, de palpos, de tentáculos, de aletas natatorias, de mandíbulas abiertas, de escamas, de garras, de flotan allí, y tiemblan, se desarrolla. Se descomponen y se borran en la transparencia siniestra. Se arremolinan espantosos enjambres nadadores, haciendo lo que tienen que hacer. Es un fiasco de hidras.

Allí está el horrible ideal.

Figuraos, si podéis, un hormiguero de holoturias. Ver lo interior del mar es ver la imagen de lo desconocido. Es verla por el lado terrible. El abismo es análogo a la noche. Allí también hay sueño, por lo menos aparente, de la conciencia de la creación”].

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Tenía Gilliat, con él seguimos, algo de “el pensador (que) quiere, (y) del soñador (que) se somete”; tenía ideas propias, con algo del alucinado y del iluminado, del visionario, con aquellos momentos en que “una rasgadura brusca de la sombra deja de repente ver lo invisible, y luego vuelve a cerrarse”. Aunque, solo fuera meditabundo; y un extraño observador, que, además, formulaba teorías de sus observaciones: de éstas, comprobaba lo que no alcanzaban nuestros conocimientos “el principia de lo ignoto; pero más allá se presenta la vasta abertura de lo posible. Allí otros seres, allí otros hechos … lo posible, al cual nosotros denominamos lo inverosímil”.

También vivía allí “Mess Lethierry, el hombre importante de Saint-Sampson, un marinero terrible” que se la pasaba “buscando camorra a la tempestad”. Tenía por asociado a Rantaine, “la fuerza sirviendo de corteza a la astucia”, que “era capaz de todo y de algo más”, criado en Paris por criminales hasta que cayeron en la noche de la prisión y a quien rescató y llevó a Guernesey donde vivió hasta que se fugó llevándose los ahorros de toda la vida de su asociado; y por capitán de su buque, fiel y recto hasta el extremo, a Clubin, que vengaría el robo humillando a Rantaine y obligándole a punta de revólver a devolver lo robado; aunque algo demoníaco, algo de tramposo hay en esta historia particular de Clubin y Rantaine: todo lo que vemos ante nuestros ojos oculta algo, oscuro o luminoso, que puede sorprendernos, para bien o para mal. Mess Lethierry tenía necesidad, visión y audacia: había construido, echado a la mar y puesto en marcha un próspero negocio con el primer buque a vapor que cruzó La Mancha, desafiando los prejuicios de su época. Con esto, se encumbraba.

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[Es que, ayer como hoy, hay toda una jerarquía que escalar: “En Guernesey no se llega a ser monsieur de buenas a primeras. Entre el hombre y el monsieur hay toda una escala que ascender. El primer escalón es el nombre a secas, Pedro, por ejemplo. El segundo escalón, es vecino Pedro. El tercero tío Pedro. El cuarto señor (sieur) Pedro. El quinto don (mess) Pedro. El postrero señor don (monsieur) Pedro. Esta escala, que sale de tierra, se prosigue en el mar. Toda la jerárquica Inglaterra entra y se establece en ella. He aquí los escalones, sucesivamente, más trascendentales. Encima del señor (gentleman) hay el escudero, encima del escudero el caballero (sir vitalicio), después, ascendiendo siempre, el vice-barón (baronnet), título entre barón é hijodalgo (sir hereditario), después el lord, laird en Escocia, luego el barón, después el vizconde, después el conde (earl en Inglaterra, jarl en Noruega), después el marqués, luego el duque, después el par de Inglaterra, después el príncipe de sangre real, después el rey”].

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Lethierry amaba tanto a Duranda, el buque de vapor que lo elevó, como a su sobrina Deruchette que tenía “por trabajo ir viviendo, por talento algunas canciones, por ciencia la hermosura, por ingenio la inocencia, por corazón la ignorancia; tenía la graciosa pereza criolla con mezcla de atolondramiento y viveza, la alegría insustancial de la niñez con una tendencia a la melancolía, tocados algo insulares, elegantes, pero imperfectos, sombreros con flores todo el año, la frente cándida, el cuello suelto y tentador, los cabellos castaños, y el cutis blanco con algunas pecas en verano, la boca grande y sana, y en esta boca la encantadora y peligrosa claridad de la sonrisa”; y que sería el abismo de Gilliatt, que pensaba en ella sin descanso desde que se encontraron en aquel camino y ella escribió su nombre en la nieve.

Llegaría una oportunidad y un obstáculo. La oportunidad, la Duranda sufrió el encallamiento (no encalló: sufrió el encallamiento) en los escollos Douvres, solo quedó rescatable la máquina de vapor que podría permitir a Lethierry salvar su negocio y el sentido de sus días: Deruchette ofreció su mano, que Lethierry ratificó, a quien se atreviera a tan imposible misión, y Gilliatt sin anuncio previo se lanzó a ella afrontando los más inimaginables desafíos con sobrehumanos trabajos, y allí “no sé qué coalición de la indiferencia de las cosas contra la temeridad de un ser, el invierno, las nubes, el mar asediador, rodeaban a Gilliatt, le acorralaban lentamente, se cerraban en cierto modo en torno suyo … Todo contra él, nada a su favor; estaba aislado, abandonado, debilitado, minado, olvidado”; afrontó terribles tempestades, de un lado los poderosos huracanes del otro el desafiante Gilliatt, “de un lado lo inagotable, de otro lo infatigable. Estaba por ver quién vencería a quién”, fue “la lucha de Nada contra Todo”, fue, sobre todo, “la Ilíada de uno solo”. Dos meses, dos terribles meses, estuvo en esos trabajos. El obstáculo, la llegada del joven, bello y rico clérigo Joe Ebenezer Caudray; obstáculo que Gilliatt generoso, también inhumanamente, consintió.

Hay en lo inhumano algo misterioso, como el mar; algo terrible, como una tormenta; algo imposible como la mayor grandeza de una persona; algo paradójico, como la mayor humanidad que pueda imaginarse, aquí, entre estos trabajadores del mar.

[No, no es Guernesey ese ya antiguo mundo fronterizo con el misterioso mar, vidas nocturnas al borde de un acantilado, el misterioso e incrédulo mundo de pasadas creencias, con sus demonios sus rarezas sus prejuicios temerosos, sus inocentes -y peligrosas con sus prejuicios y repudios- creencias, sus visionarios en la persona de alguien común, un raro marinero. Es ese lugar de lo posible, que denominamos lo inverosímil. Que hoy desterramos: el mundo de lo verosímil: donde todo parece imposible].

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