
A partir de
Trilogía de la noche, de Elie Wiesel
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Muerte y resurrección. ¿Habrá acaso ficción? ¿No es todo lo posible -lo apenas por un momento imaginado, lo apenas por un momento ficticio- solamente un momento de una infinita -a veces esplendorosa, a veces espantosa- realidad apabullante? ¿No es toda escritura, toda narración, visionaria?
“… me había convertido por completo en otro ser. El estudiante talmudista, el niño que había sido, fue consumido por las llamas. Solo quedaba una forma que se me parecía. Una llama negra se había introducido en mi alma y la había devorado. Tantos acontecimientos habían tenido lugar en pocas horas que había perdido por completo la noción del tiempo. ¿Cuándo habíamos abandonado nuestra casa? ¿Y el ghetto? ¿Y el tren? ¿Una semana solamente? ¿Una noche, una sola noche? ¿Cuánto tiempo hacía que nos manteníamos en medio del viento helado? ¿Una hora? ¿Una simple hora? ¿Sesenta minutos? Seguramente era un sueño”.
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La noche
Un día se expulsó a los judíos extranjeros de Sighet.
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[En la comunidad judía de Sighet, Transilvania, como en casi todos lados, agregaría yo, no les tenían cariño a los pobres, aunque les ayudaran. Había una excepción: Moshé-Shames, el asistente de la sinagoga. Acaso -tristemente- porque “su presencia no estorbaba a nadie. Era un maestro en el arte de hacerse insignificante, de volverse invisible”.
Pero había algo más que ese triste arte. Un niño, Eliezer -un niño tenía que ser-, lo tomaría como su maestro de Cábala.
No del todo formalmente tal vez. Solo conversaban, y comenzó de manera casual.
De manera esperanzadora: “me explicaba con mucha insistencia que cada pregunta posee una fuerza que la respuesta no contiene ya… —El hombre se eleva hacia Dios por las preguntas que le formula —gustaba repetir—. Ese es el verdadero diálogo. El hombre interroga y Dios responde”.
De manera turbadora: “Pero no se comprenden sus respuestas. No es posible comprenderlas. Porque ellas vienen del fondo del alma y permanecen allí hasta la muerte”.
De manera desafiante: “Las verdaderas respuestas, Eliézer, solo las encontrarás en ti mismo”.
De manera abismante: “Le pido al Dios que está en mí que me dé fuerzas para poder hacerle verdaderas preguntas”.
Ya después más formalmente. Leían el Zohar, “para captar la esencia misma de la divinidad”, para llegar a “la eternidad, ese tiempo en que pregunta y respuesta volverían a ser UNO”.
Pero hubo algo fugaz, una respuesta a una inquietud.
Eliezer quería conocer los secretos de la mística judía, cómo conocerlos.
Moshé respondió con una advertencia: “—Hay mil y una puertas para penetrar en el huerto de la verdad mística. Cada ser humano tiene su puerta. Pero no debe equivocarse y querer penetrar en el huerto por otra puerta que no sea la suya. Es peligroso para aquel que entra y también para aquellos que ya se encuentran en él”.
Algo temible hay allí, una respuesta que no reside en “el Dios que está en mí”, sino afuera.
Y aquella pasión de Dios, que no podría persistir].
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Afuera; allá, de donde vinieron, y adonde después los llevaron.
En un bosque de Galitzia, la Gestapo les obligó a cavar fosas y después, “sin pasión, sin apresurarse, abatieron a sus prisioneros. Cada uno de ellos debía acercarse al foso y presentar la nuca. Los bebés eran lanzados al aire y las ametralladoras los tomaban como blanco”.
Moshé-Shames, por milagro, se salvó, volvió a su pueblo, cambiado. No “hablaba ya de Dios o de la Cábala sino solo de lo que había visto”. Nadie quiso escucharlo.
Después, llegaron las prohibiciones, las obligaciones de portar la estrella de David, el ghetto, la deportación a los campos de concentración, los trenes en que los transportaban cuando “el mundo era un vagón herméticamente cerrado”.
Menos que eso aún, poco después, ya en uno de los campos, lo sabría: “Solo tenía interés por mi plato de sopa cotidiana y por mi trozo de pan duro. El pan, la sopa, era toda mi vida. Era un cuerpo. Tal vez menos aún: un estómago hambriento. Y solo el estómago sentía pasar el tiempo”.
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“Una noche que no tenía fin”, no sólo la del encierro en aquel vagón.
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Birkenau. “¿Todo eso no era una pesadilla? ¿Una pesadilla inimaginable?”
“… de un foso subían llamas, llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: eran niños. ¡Eran bebés! Sí, los vi, con mis propios ojos los vi… Niños entre las llamas … Alguien se puso a recitar el Kadish, la oración de los muertos. No sé si ya ha ocurrido, en la larga historia del pueblo judío, que los hombres reciten la oración de los muertos para sí mismos … Me encontraba ante al Ángel de la muerte”.
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“Jamás olvidaré esa noche, esa primera noche en el campo que hizo de mi vida una sola larga noche bajo siete vueltas de llave”.
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[No, aquella pasión de Dios no podría persistir. 1944. “El verano tocaba a su fin. Terminaba el año judío. La víspera de Rosh-Hashanah, último día de ese año maldito, todo el campo estaba electrizado por la tensión que reinaba en los corazones … millares de judíos silenciosos con la cara descompuesta, se reunieron … ‘¿Qué eres Tú, Dios mío, comparado con esta masa dolorosa que viene a gritarte su fe, su cólera, su rebeldía? —pensé rabioso—. ¿Qué significa Tu grandeza, Señor del Universo, frente a toda esta flaqueza, frente a esta descomposición y esta podredumbre? ¿Por qué turbar aún sus almas enfermas, sus cuerpos tullidos?’. Diez mil hombres habían venido para asistir al solemne oficio, jefes de blocs, kapos, funcionarios de la muerte. —Alabad al Eterno… Acababa de oírse la voz del oficiante. Al principio creí que era el viento. —¡Alabado sea el nombre del Eterno! Millares de bocas repitieron la bendición, se prosternaron como árboles en la tempestad. ¡Alabado sea el nombre del Eterno! ¿Por qué, por qué lo alabaría yo? Todas mis fibras se rebelaban. ¿Porque había hecho quemar a millares de niños en los fosos? ¿Porque hacía funcionar seis crematorios noche y día, hasta los días de Sabbat y los días de fiesta? ¿Porque en su omnipotencia había creado Auschwitz, Birkenau, Buna y tantas fábricas de la muerte? ¿Cómo decirle: ‘Bendito seas Tú, el Eterno, Señor del Universo, que nos has elegido entre todos los pueblos para ser torturados noche y día, para ver a nuestros padres, a nuestras madres, a nuestros hermanos terminar en el crematorio, alabado sea Tu Santo Nombre, Tú que nos has elegido para ser degollados en Tu altar’? Oía la voz del oficiante elevándose, poderosa y entrecortada a la vez, en medio de las lágrimas, los sollozos, los suspiros de todos los asistentes: —¡Toda la Tierra y el Universo son de Dios! Se detenía a cada instante como si no tuviera fuerzas para encontrar el contenido de las palabras. La melopea se ahogaba en su garganta. Y yo, el místico de antaño, pensaba: ‘Sí, el hombre es más fuerte, más grande que Dios. Cuando Tú fuiste defraudado por Adán y Eva los expulsaste del Paraíso. Cuando la generación de Noé Te desagradó, hiciste venir el Diluvio. Cuando Sodoma no obtuvo gracia ante Tus ojos, hiciste llover fuego y azufre sobre ella. Pero estos hombres a quienes Tú has engañado, a quienes Tú has dejado torturar, degollar, gasear, calcinar, ¿qué hacen? ¡Oran ante Ti! ¡Alaban Tu nombre!’. —¡Toda la creación testimonia la grandeza de Dios! En otras épocas, mi vida culminaba el día de Año Nuevo. Sabía que mis pecados entristecían al Eterno e imploraba Su perdón. En otras épocas, creía profundamente que de uno solo de mis gestos, que de una sola de mis oraciones, dependía la salvación del mundo. Ahora no imploraba ya más. No era capaz de gemir. Al contrario, me sentía muy fuerte. Yo era el acusador. Y el acusado, Dios. Mis ojos se habían abierto y yo estaba solo, terriblemente solo en el mundo, sin Dios, sin hombres. Sin amor ni compasión. No era más que cenizas, pero me sentía más fuerte que ese Todopoderoso al que habían ligado mi vida durante tanto tiempo”.
¡Misterio de misterios! Una persona, su mundo reducido a un campo, su vida a un cuerpo, todo el tiempo al borde de la exterminación, cada cual débil entre los débiles, sentirse fuerte; no sólo fuerte, más fuerte que Dios mismo].
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El alba.
Desesperación. Esperanza. Victoria. Había sido una triple promesa.
Ya en Palestina. [Todavía en los campos de concentración, “decidimos que, si nos fuera dado vivir hasta la liberación, no nos quedaríamos ni un solo día en Europa. Tomaríamos el primer barco que se dirigiera a Haifa”. Y así lo hizo, y al llegar allá, años después, “Gad nos hablaba de la política del Movimiento. El objetivo: expulsar a los ingleses. El método: el miedo, el terrorismo, la muerte”]. Espera la llegada del alba, cuando tendrá que matar un hombre. Están en guerra; los ingleses son sus enemigos.
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[Otros tiempos, los mismos tiempos.
La gigantesca prisión. La represalia del terrorismo sionista había decidido a los ingleses a decretar el toque de queda; registrar las casas; detener centenares de sospechosos; situar tanques en cada cruce de camino; instalar ametralladoras en los techos de las casas. “Palestina se transformó en una gigantesca prisión”.
Los laberintos subterráneos con sus prisiones. “desde el primer día, desde mis primeros pasos en la tierra de Palestina. Al descender del barco, en Haifa, dos camaradas me recibieron, me llevaron en su coche hasta una casa de dos pisos que se encontraba en alguna parte, entre Ramat-Gan y Tel-Aviv. Alquilada a nombre de un profesor de lenguas (para justificar ante los vecinos las idas y venidas de una cantidad tan grande de muchachos y muchachas), servía al Movimiento, que había organizado allí cursos de terrorismo para los recién venidos, uno de los cuales era yo. Además, la casa —a la que llamábamos escuela— estaba provista de una prisión subterránea, en donde alojábamos a los prisioneros, rehenes y camaradas buscados por la policía”].
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Le tocaba ahora, a él, ser el verdugo. Le habla a su padre muerto a su lado en Buchenwald: “—Padre —le dije—, no me juzgues. Juzga a Dios. Es Él quien creó el Universo e hizo que la justicia se obtenga con la injusticia, que la felicidad de un pueblo se adquiera al precio de las lágrimas, que la libertad de una nación, como la de los hombres, sea una estatua levantada sobre los cuerpos de los condenados a muerte…”
Y del mismo modo que ahora él era el verdugo, el soldado inglés que ejecutó era Elisha mismo, como supo al mirar su rostro ya muerto.
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El día
Nueva York. Un accidente lo deja al borde de la muerte. Lo salvan, abre los ojos, habla, es un renacer. El doctor se alegra, “pero ignora lo que yo pienso de la vida y de la muerte”.
De allí entran unos que salen siendo otros:
“Nosotros —los que conocimos el tiempo de la muerte— es diferente. Allá declaramos que nunca olvidaríamos. Y eso es válido para siempre. No podemos olvidar. Las imágenes están ahí, ante los ojos. Aunque no estuvieran los ojos, las imágenes seguirían estando. Creo que si tuviera capacidad para olvidar, me odiaría. Nuestro paso por allá ha dejado en nosotros bombas de tiempo. De vez en cuando, una estalla. Y entonces no somos sino dolor, vergüenza y culpa. Nos sentimos avergonzados y culpables de estar con vida, de comer pan hasta saciarnos, de llevar en invierno un buen calzado abrigado. Una de esas bombas sin duda provoca la locura. Es inevitable. Quien estuvo allá, se ha llevado consigo un poco de la locura de la humanidad”.
Llevan consigo un terrible secreto:
“Un hombre que había visto a Dios cometer el más imperdonable de los crímenes: matar sin motivo”.
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Hay personas que son un resumen de toda la historia humana, su muerte y su resurrección. Pavoroso privilegio. Job antes de ayer, Cristo y su calvario ayer, personas comunes -acaso sea esto más temible- en estos tiempos.
(Traducción: Fina Warschaver)