ARTE Y LITERATURA. La compañía del capitán Cocq, Rembrandt. Elías Ambrosius. Leonardo Padura

“Aunque, escúchalo bien, la libertad siempre tiene un precio. Y suele ser demasiado alto. Cuando me creí libre y quise pintar como un artista libre, rompí con todo lo considerado elegante y armónico, maté a Rubens, y solté mis demonios para pintar La compañía del capitán Cocq para las paredes de Kloveniers. Y recibí el castigo merecido por mi herejía: no más encargos de retratos colectivos, pues el mío resultaba un grito, un eructo, un escupitajo… Era un caos y una provocación, dijeron. Pero yo sé, lo sé muy bien, que logré esa insólita combinación de deseos y realizaciones que es una obra maestra. Y si me equivoco y de maestra no tiene nada, lo importante es que fue la obra que quise hacer. En realidad, la única que podía hacer mientras tenía ante mis ojos la evidencia de hacia dónde nos conduce la vida…, hacia la nada. Mi mujer se apagaba, escupía sus pulmones, se moría un poco más cada día, y yo pintaba una explosión, un carnaval de hombres ricos disfrazados, jugando a ser soldados, y lo hacía como me venía en gana…”

Un día, antes de esa conversación, Elías Ambrosius, discípulo de Rembrandt y el modelo del Cristo que estaba en posesión de los Kaminsky, aunque judío tenía la obsesión de hacerse pintor, y seguía al Maestro obsesivamente por las calles de Amsterdam, y “su Reciente obsesión había sido premiada, de sobra, con la amable coincidencia de haber sido testigo de la salida de la enorme tela (protegida por viejos lienzos manchados, operación dirigida por el propio Maestro con gritos e insultos a los discípulos escogidos como estibadores), fue la obra destinada a remover al joven, como un terremoto, la tarde que, por fin, la había podido contemplar en la sala principal de la sociedad de arcabuceros, ballesteros y arqueros de la Kloveniersburgwal”.

Esa tarde llegó de manera inesperada, él, un judío pobre, pudo entrar al gran y exclusivo salón en que se exponía el cuadro. “Entonces, favorecido por la luz de las altas ventanas asomadas a los diques del río Ámstel, vio el lienzo, brillante por el barniz, recostado aún contra la pared donde en algún momento debía de ser colgado. Elías Ambrosius, ya capaz de identificar con una sola mirada las obras de los más importantes artistas de la ciudad, pero sobre todo las piezas salidas del pincel del Maestro (aunque más de una vez, debía reconocerlo, se había confundido con el trabajo de algún discípulo aventajado, como el ya famoso Ferdinand Bol), no necesitó preguntar para saber si aquella tela descomunal, de más de cuatro metros de largo y casi dos de altura, era la obra que tenía conmocionada a la ciudad. Frente al joven, más de veinte figuras, encabezadas por el muy conocido y más que opulento Frans Banning Cocq, señor de Purmerland y capitán de la compañía de arcabuceros de la ciudad, y su alférez, el señor de Vaardingen, se ponían en marcha para ejecutar su ronda matinal hacia una inmortalidad que parecía iba a comenzar justo en ese instante … Otra vez frente al enorme retrato colectivo, todavía fragante a linaza y barniz, mientras percibía las proporciones tremendas de la emoción que lo embargaba, Elías Ambrosius se había deleitado en la observación de los detalles. Se empeñó en la búsqueda de las imprecisas pero fulgurantes fuentes de luz y siguió la vertiginosa sensación de movimiento que se desprendía de la pintura gracias a gestos como el del capitán Cocq, en primerísimo plano, cuyo brazo a medio alzar y su boca levemente abierta indicaban que su orden de marcha era la chispa destinada a dinamizar la acción. El aviso del capitán parecía sorprender al portaestandarte en el acto de tomar el asta, y alertaba a otras figuras, varias de ellas en plena conversación … A mano izquierda, hacia donde el señor Frans Banning Cocq proponía la marcha de la milicia, la acción se aceleraba con la carrera de un muchacho … cargado con una cuerna de pólvora y cubierto con una celada demasiado grande para su estatura; pero, andando en sentido opuesto, como una explosión de luz, una niña de oro (¿qué hacía allí con una gallina atada del cinturón de la falda?) gozaba de un espacio privilegiado y, con inconfundible socarronería de adulta, miraba la escena o quizás al espectador, como si con su atrevida presencia se burlara de la pantomima montada a su alrededor. Mientras, en el centro del espacio, detrás de la pluma blanca del sombrero del alférez a quien iba dirigida la orden del capitán, se escapaba de un arcabuz un fogonazo luminoso, instantáneo, más que atrevido. El alférez, sobre cuyo uniforme de un refulgente amarillo de Nápoles se proyectaba la sombra de la mano alzada del capitán, sin embargo, aún no había transmitido al resto de los hombres la orden del señor Banning Cocq: Elías entendió entonces que toda la representación constituía el principio de algo, vivo y retumbante como el fogonazo escapado, un misterio hacia un porvenir que estaba más allá del puente de piedra sobre el cual los comandantes se disponían ya a marchar, una movilidad caótica preparada para romper inercias. Algo que explotaba en varias direcciones, pero apuntando siempre al futuro. Alarmado por la potencia viva de esa imagen de fuerzas desatadas, empeñadas en desafiar todas las lógicas y los más elementales preceptos ya aprendidos (¿cómo era posible que el capitán Cocq, vestido de negro, aunque cruzado el pecho con una exultante banda rojo-anaranjada, ofreciera la impresión de encimarse al espectador por delante del alférez, ataviado de amarillo brillante, cuando todos sabían que los colores claros avanzaban y los oscuros daban impresión de profundidad?) …”

Pero tal obra maestra fue mezquinamente rechazada, y entonces “sus finanzas debían de haber empeorado mucho desde el año anterior, cuando varios de los miembros de la sociedad de arcabuceros propalaron el comentario de que la obra encargada había resultado ser una estafa, un cuadro impertinente y de mal gusto, pues en nada se parecía a los retratos de grupo entonces de moda. Algunos hasta comentaron que el pintor era caprichoso, voluntarioso y terco («Mejor se lo hubiéramos encargado a Frans Hals», habían dicho algunos de los retratados, cada uno de los cuales había abonado la considerable cifra de, cien florines), y, casi como si fuera un decreto municipal, el Maestro había dejado de recibir aquella clase de encargos, los más rentables en el mercado de pinturas de Ámsterdam”.

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