Exposición del Libro de Job, de Fray Luis de León

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Exposición del Libro de Job, de Fray Luis de León

“Al principio…” Podemos torcer esta génesis, en este Libro: … fue la disputa entre Dios y el Diablo. Rápidamente, quedará de lado, o como un trasfondo inaccesible.

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“Al principio…” Volvamos a torcerlo: … fue la sufrida incomprensión de los males de las personas. De las personas buenas.

Rápidamente, quedará de lado, otro trasfondo inaccesible.

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“Al principio…” Ahora, tal vez, sí: es una disputa entre las personas. Job y los compañeros.

Protagonistas de una disputa de la que emergerá otro problema esencial.

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“Al principio…” ¿Será este el difícil principio?: el conocimiento de sí.

No sólo en relación con uno mismo, su conciencia, sino con los otros (la propia pequeñez, ante la grandeza de Dios; la propia verdad y grandeza, ante la mezquindad de los otros, los compañeros).

“Las luces de Dios y sus hablas, como agora decíamos, crían siempre humildad en el hombre a quien se hacen, y conocimiento verdadero de sí, porque Dios nunca habla, que no sea para hacer bien, y el principio y como fundamento de todos los bienes es que se conozca cada uno a sí mismo. Porque al revés en el desconocerse, y en el estimarse en lo que no es está el error de la vida”.

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Terrible trayecto este de conocerse a sí mismo. Conocerá verdades indecibles: es Dios causante de los males. Ese repudio de Dios de quienes tanto han padecido: si Dios existe por qué las calamidades que azotan a cada persona, a la humanidad, no tiene lugar; no tiene lugar la sentencia de las personas contra Dios en un juicio al que no se presentó ni nunca se presentará.

Más temible es todo aún: Satán es el ejecutor de la voluntad de Dios. No su rival.

“Porque no hay duda, sino que en este hecho y acontecimiento de Job, según la verdad, Dios fue quien ordenó que se hiciese, porque en ninguna manera se hiciera sin su querer, y licencia: y el demonio fue el egecutor por orden de Dios”.

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Y las calamidades sobrevinieron -después de años de bienestar, de prosperidad, de felicidad: Job, “esquivador de lo malo”-, sobre Job.

Entonces, tal vez, se trate apenas de un cuento. “El cuento de las miserias del hombre”.

Un paso más. La creación de un mito. Hay una palabra, ¡una!, hebrea, que reúne “toda la grandeza del mal”, y que nosotros hoy, después de este libro, podemos también decir con una palabra, un nombre: Job, y que era “anus”.

“Dolorosa saeta mía sin pecado”, clama Job. Y Fray Luis expone: “Mi saeta dolorosa, conviene a saber, esta pena cruel que padezco y que me traspasa las entrañas y el corazón, nunca pecados míos la merecieron; sin pecado ninguno mío acontece. Lo que decimos dolorosa en el original se dice con una palabra, anus, que quiere decir aflicción y dolor y violencia y enfermedad cruda y incurable, que viene bien para abrazar toda la grandeza de mal que se encerraba en la plaga de Job; la cual llama él saeta suya por metáfora y elegante manera para significar muchas cosas. Lo uno, lo improviso que vino sobre él, como es en la saeta que dispara de la ballesta o del arco. Lo otro, que no es mal que para en el cuero, sino que como saeta le traspasa hasta lo más secreto del alma. Y lo tercero, para significar que no nace dél mismo su mal, ni de sus culpas, ni de la destemplanza de su vida y humores, sino que de otra parte le viene, como arrojado con fuerza”.

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[Entonces, no es “Job el paciente” del Fray Luis de León escritor, que construye un texto literario que, como todo construye su protagonista y su, esta, tesis de la paciencia: el escritor con sus recursos literarios develando los recursos literarios del Libro de Job: “Eliphaz pone circunstancias y tiempo por dos justas razones: una, porque las circunstancias de los negocios contadas hacen más creedero lo que se cuenta; otra, porque estas particularidades, por la qualidad que tienen, no solo hacen verosimil lo que se dice, más también la añaden autoridad y gran magestad”. El escritor y sus referencias literarias: a Virgilio sobretodo, a Plinio, Horacio, Jorge Manrique, Cicerón, Homero, Ausonio].

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Si no tiene lugar la sentencia contra Dios: ya está sentenciado de antemano: es el causante de todas las calamidades, Satán es apenas su ejecutor, ¿qué queda?

Queda la búsqueda, queda la necesidad, de un alivio. El protagonista del “cuento de las miserias del hombre”, no es Dios, no es la inútil búsqueda de las causas, no es la calamidad, ni siquiera es el propio ser que padece. Es el juicio de los hombres.

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La calamidad, los males, que buscan, finalmente, un alivio.

El “cuento de las miserias del hombre” es la ambiciosa búsqueda de la representación de “el dolor puro”. ¿Es posible? Si hoy podemos nombrarlo, si hoy es Job el dolor puro, ha sido posible.

El Libro de Job es la representación de “el dolor puro”.

Para representarlo, está este “largo y reñido razonamiento” de Job con los compañeros, Eliphaz, Bildad, Sophar, Eliú, en el que presenciamos algunas verdades: no se puede razonar la fe; no se puede desprender de verdades generales una verdad particular: todos los hombres son pecadores, por tanto Job, el bueno, es pecador: también las personas buenas sufren calamidades; no existe tal oposición: o Job es bueno o Dios es justo; los refranes, las verdades dadas por sabidas, la sabiduría añejada pero engañosa, las palabras finalmente: “los que áran torceduras, y siembran desventuras, segarlo” que chocan con la realidad: Job es bueno, no es un pecador; no se siguen de las causas los efectos necesariamente; no lo que vemos es lo que es; todo muta, como la rueda de la Fortuna, para bien y para mal; la dificultad y hasta imposibilidad de la comunicación: está Elipahz “que oía sus quejas y no sentía sus dolores”.

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[No puede uno más que rebelarse contra todo esto. Fray Luis el escritor se rebela. Toma partido: “con razón Job, dice bien y verdad”].

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Esa imposibilidad de comunicación entre las personas, entonces. Que agrava todos los males.

Finalmente, el juicio es posible, no contra Dios: contra los hombres.

Si el misterio de las calamidades que como una saeta atraviesan a las personas no alcanza por definición a Dios, sí alcanza a los hombres. No por causantes de las calamidades. Sino por no traer el alivio, que acaso es todo, y no es poco, lo que pueden traer.

Lo que comienza como, tímidamente, disimuladamente, como un juicio contra Dios y las saetas que dispara contra las personas, incluso las buenas, termina siendo un juicio contra los hombres, finalmente, por “su revuelta de errores”: Por su porfía de declararlo culpable. Por su hipocresía de mostrarse en más acuerdo con Dios que el propio Dios.

Son, los juicios de los hombres, “palabras de viento”; afrentas; vanidad; mentiras; con “falsos fundamentos”; arrogantes; impertinentes; calumniosos; sofísticas; juzgan las cosas por el exterior, y se engañan; necios que se ensañan contra las personas no contra el delito.

Y es esta la otra calamidad. “En este Libro sagrado y canónico … el Espíritu Santo nos cuenta, lo primero, la virtud y prosperidad de Job, lo segundo, su azote, y lo tercero, las razones que pasó con unos compañeros suyos, que viniendo a consolarle, se pusieron a reprehenderle: que es la mayor dificultad que en él hay”.

Es la mayor dificultad, acaso, la mayor calamidad.

Acaso, la verdad oculta de este libro sagrado y canónico: que, puede que sea otro misterio, no hay causa, no hay razones, no hay justicia. Y algo más peligroso, dostoyevskiano: si no hay causa, razones ni justicia, no hay Dios, de nada vale ser bueno, se erosiona toda base ética común: los argumentos de los compañeros, “su intento de ellos es que los malos siempre en esta vida son castigados, y que si florecen un poco, se marchitan aquí luego y se secan; y Job por el contrario porfía que esta regla no es cierta”.

Salvo que.

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Salvo que todo lo que se necesita cuando se desencadenan las calamidades sobre una persona, es el alivio que pueden traerle sus iguales.

De Dios, por Dios, solo queda esperar que “aparte de mí su vara”: “Él ha puesto sobre mí su mano”, apártala. Queda una plegaria: “que no azotase con tanto rigor al hombre”.

Pero azotado ya, de las personas, de nuestros iguales, esperamos en cambio: condolerse; hacer propio el dolor ajeno; sentir lo que el otro siente; ajustarse a su fortuna; aliviar la pena; consolarle; no reprenderlos; no acusarlos; no disputar; animarlos.

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Entonces, Job implora “el juicio de Dios, que sólo escudriña el corazón de los hombres”.

El corazón de los hombres. Su conciencia. “Mi conciencia me absuelve”.

Es esta la defensa de Job. Ante el juicio de los hombres.

En eso persevera. Y Dios aparece. Castiga a los compañeros. Redime a Job. Sin juicio. No escudriña sus culpas o pecados, existentes o no.

En el duro trayecto de conocerse a sí mismo, a través de las palabras de viento de las personas, de sus juicios, a través de esperar -contra toda calamidad- el alivio que sólo los iguales -¿sin lugar para Dios? (otro misterio de este libro sagrado y canónico)- deben -deberían traerle-, ese conocimiento de sí mismo, es lo que lo salvó. “Su verdadera y firme esperanza”.

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