JOB EN VICTOR HUGO. La dolorosa esperanza

JOB EN VICTOR HUGO. La dolorosa esperanza

Se hundió el buque de vapor Duranda de Mess Lethierry, base de su fortuna, y sentido de su vida. A su casa, llegan dos hombres de negro.

“Los dos tenían un aspecto grave, pero su gravedad era distinta; el viejo tenía la gravedad que pudiéramos llamar de estado, y el joven la gravedad de naturaleza. La una la da el traje, la otra la da el pensamiento. Como manifestaba bien la manera de vestir uno y otro, eran los dos eclesiásticos, perteneciendo ambos a la religión establecida.

Lo que respecto del joven hubiera a primera vista llamado la atención del observador es que su gravedad, que era profunda en su mirada y resultaba seguramente de su alma, no resultaba en manera alguna de su persona.

La gravedad admite la pasión, y la exalta depurándola, pero aquel joven era, antes que todo, hermoso. Siendo sacerdote, debía tener por lo menos veinticinco años, y aparentaba tener dieciocho. Ofrecía una armonía que es también un contraste; en él el alma parecía hecha para la reflexión, y el cuerpo para la pasión. Era rubio, rosado, fresco, distinguido y sencillo en su severo traje, con mejillas de niña y manos finas; tenía un modo de andar vivo y natural, aunque reprimido. Todo era en él encanto, elegancia y casi voluptuosidad. La belleza de su mirada corregía su exceso de gracia. Su sonrisa sincera, que mostraba sus dientes de niño, era pensativa y religiosa. Tenía la gentileza de un paje y la dignidad de un obispo. Sus espesos cabellos, tan rubios que parecían dorados, coronaban un cráneo elevado, cándido y bien formado.

Una ligera arruga de doble inflexión entre las dos cejas despertaba confusamente la idea del pájaro del pensamiento cerniéndose, con las alas desplegadas, en medio de su frente. Veíase en él uno de esos seres benévolos, inocentes y puros, que progresan en sentido contrario de la humanidad vulgar, porque la ilusión les hace discretos y la experiencia entusiasta …

El viejo era el doctor Jaquemin Herode. Pertenecía a la alta Iglesia, la cual es casi un paganismo. El anglicanismo estaba ya en aquel tiempo trabajado por las tendencias que se han afirmado más tarde y condensado en el pureísmo. El doctor Jaquemin Hérode pertenecía a aquel matiz anglicano.

Era altanero, correcto, severo y superior. Su rayo visual interior apenas se exteriorizaba. Tenía por espíritu la letra. Fuera de esto, era altivo. Todas sus maneras eran las de un personaje.

Menos semejaba un reverendo que un monseñor. Su sobretodo tenía hasta cierto punto el corte de una sotana. Su verdadero medio hubiera sido Roma. Era prelado de cámara, nato. Parecía haber sido creado expresamente para adornar un Papa, y para marchar en pos de la silla de manos, con toda la corte pontificia, in abitto paonazzo.

El accidente de haber nacido inglés, y una educación teológica más inclInada hacia el Antiguo Testamento que hacia el Nuevo, lo habían alejado de su gran destino. Todos sus esplendores se resumían esto: ser rector de Saint-Pierre Port, deán de la isla de Guernesey y coadjutor del obispo de Winchester. Su posición era ciertamente gloriosa. Esta gloria no impedía que, todo bien considerado, M. Jaquemin Hérode fuese bastante buen hombre”.

“El doctor Hérode principió un discurso. Había llegado a sus oídos la noticia de un suceso. La Duranda había zozobrado. Venía como pastor á consolar y aconsejar. El naufragio era una desgracia, pero también una felicidad. Sondeémonos, ¿no estábamos hinchados por la prosperidad? Las aguas de la felicidad son peligrosas. Es necesario no considerar como un mal los contratiempos. Las mirás del Señor son desconocidas. Mess Lethierry se había arruinado. ¿Y qué? ser rico es estar en peligro. Se tienen falsos amigos. La pobreza los aleja. Se queda el hombre solo. Solus eris.

La Duranda, según se decía, dejaba anualmente un beneficio líquido de mil libras esterlinas. Es una cantidad asaz grande para el hombre prudente. Huyamos las tentaciones, desdeñemos el oro. Aceptemos con reconocimiento la ruina y el abandono. El aislamiento está lleno de frutos. En él se obtienen las mercedes del Señor. En la soledad encontró Aia las aguas calientes, conduciendo los asnos de Sebem su padre.

No nos rebelemos contra los inescrutables decretos de la Providencia. El santo hombre Job, antes de su miseria, había crecido en riquezas. ¿Quién sabe si la pérdida de la Duranda no tendrá sus compensaciones, hasta temporales?”

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