Los sueños de Leopoldina, de Silvina Ocampo

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Los sueños de Leopoldina, de Silvina Ocampo

En la familia Yapurra, todas las mujeres llevaban nombres que empiezan con L. “Ludovica y Leonor, que eran las menores, buscaban un milagro, junto al arroyo, todas las tardes, a la caída del sol”.

Lo esperaban de la Virgen del Valle.

Estaba más cerca, un viejito que pasaba con una bolsa se lo reveló: “Para qué buscar milagros fuera de la casa, cuando la tienen a Lepoldina, que hace milagros con los sueños”.

Pero.

Ese milagro al alcance de la mano lo despreciaban. Leopoldina, “era tan vieja que parecía un garabato; no se le veían los ojos, ni la boca. Olía a tierra, a hierba, a hoja seca; no a persona. Como un barómetro anunciaba las tormentas o el buen tiempo; olía al león que bajaba del cerro a comer los chivitos o a torcerle el pescuezo a los potrillos. A pesar de que hacía treinta años que no salía de su casa, sabía, como los pájaros, en qué valle, junto a qué arroyo estaban las nueces, los higos, los duraznos maduros”.

Despreciaban todo eso. “¿Por qué no sueña con otras cosas?”, le decían, que sueñe “con piedras preciosas, con anillos, con collares, con esclavas. Con algo que sirva para algo. Con automóviles”.

Despreciaban sus milagrosos sueños pequeños, cotidianos, aparentemente inútiles.

Y la agredieron: la presionaban, dejó de dormir, del susto tal vez, la querían obligar a dormir a la fuerza, la amenazaban.

Volvió a dormir. Volvió a soñar. Otro sueño cotidiano, hecho de viento, del viento Zonda, que volvieron a despreciar, del viento Zonda que arrasa con todo. Y no quedó nada.

Hay sí, milagros chicos, cotidianos, sabidurías viejas que desoímos.

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