
(Portrait of a niece in Mayagüez, c.1881-1882. Raquel H. R. Hoheb Hurrard. Óleo. Colección Daphne Fox. Foto de Marien Vélez. En: https://enelmatorral.wordpress.com/portfolio/una-vida-propia-entrevista-a-marta-aponte-alsina/)
“Agarró a su sobrina favorita de la mano. Era la más callada de los niños. Un temperamento melancólico, salió a una de nuestras tías sin duda, porque en esta familia somos más bien alegres, comentó el hermano Carlos. Fumaba en el patio y se enfrentó con curiosidad a aquellas mujeres rodeadas de un silencio impenetrable. Es la más hermosa de tus hijos, respondió Raquel. Pintó su retrato, el mismo que el hermano le devolvería en una de sus visitas a Rutherford. La niña no sonríe. Su belleza no compone una imagen venturosa de la infancia. Su cuerpo no es la tierra santa de la inocencia. El retrato sombrío de una niña hermosa descubre la dureza del tránsito anticipado hacia una vida anónima, desgarrada y reordenada por voluntad ajena. El cuadro espiritual de la niña no salta a la vista, pero está en el fondo azul que con el tiempo se frunce. La melancolía de una criatura cercada de prohibiciones se acoraza en la mirada imperiosa.
Carlos Hoheb lo vio y le dijo perdóname, Raquelita, eres una artista. Aquí en la isla no hay nada que te convenga. Solo enfermos, crueldad y avaricia”.
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¿Pero cómo, cómo en una isla solo de enfermos, crueldad y avaricia, una niña pobre, y huérfana, se hizo la pintora que fue?
Vamos, en esta ocasión, un poco más allá.
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Es: Raquel Hélene Rose Hoheb Hurrard (1856-1949), artista puertorriqueña
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Allá entre La Martinica y Puerto Rico, por el 1800…
“La huerfanita Raquel perfeccionaba el francés en la escuela de Madame de Joinville, a cambio de interminables promesas de pago que raras veces podía cumplir la madre … Para imprimir en sus pupilas los signos de una mujer blanca, Madame de Joinville enseñaba, ante todo, dos disciplinas: una postura erguida y un acento que, en su caso, por ser de provincias, no era del todo presentable. Menos importancia se otorgaba a las clases de baile y de gramática … Algo más le enseñó la de Joinville a Raquel. Madame cultivaba plantas aromáticas y con ellas preparaba yerbas deshidratadas para tés y bolsitas que combatían la polilla, la humedad, la histeria. Tu planta es la lavanda, Raquelita. Aquí no se da bien, aunque con buena sombra y cariño todas las plantas se aclimatan en este suelo, más generoso que su gente. Esta me la obsequió Isabel de Paradís, que es una bruja” …
Comienza a hacerse pintora:
“El temperamento de Raquelita es vivísimo, su inteligencia notable, apuntó Madame de Joinville en un cuaderno dedicado a las alumnas de la Escuela Francesa de Mayagüez. En eso estaban de acuerdo madre y madrinas. La madre se quedaba boba cuando la mujercita copiaba los modelos de Le Journal des Modes Special pour Couturières, alterando detalles imposibles de imaginar sin haber pasado una temporada en las quimbambas del trópico, donde se disuelven las verdades y se aprende a enfrentar cada día con rabia y ganas porque no hay nada más. A un traje violeta de falda doble le añadía unas guirnaldas de miosotis, más vivas que los guindalejos del original. En el dibujo del sombrero de paja de una niña, nada le impedía colocar una plumita de colibrí, ni le quedaba mal ampliar el vuelo campaniforme de una falda de seda negra con una enorme esmeralda facetada en la cintura, semejante a la que Isabel de Paradís lucía en el dedo anular. Bajo la disciplina de Madame de Joinville, que la obligaba a sentarse muy derecha, con los lápices de dibujo formando un arco iris en la superficie rayada de la mesa que compartía con otras niñas, la repetición que llevaba al hartazgo, como si la pedagogía consistiera en matar el deseo de aprender, produjo numerosos dibujos idénticos de un muñequito con articulaciones. En otra ocasión, la maestra colocó en pequeños atriles unas reproducciones en cartón de figuras geométricas. Todavía no llegan de Nueva York, dijo, las figuras de yeso que le pedí al marido de Isabel de Paradís. Pero en estas cartulinas está todo lo que necesitan. No olviden las sombras. Las sombras dan forma a los cuerpos. Ya terminé, dijo Raquel. Madame de Joinville, que en la escuela era inflexible, examinaba el dibujo y lo rompía, entre las risas de las demás niñas. Ni una lágrima, me oyes, tú no puedes darte el lujo de llorar. Ahora hazlo otra vez. Era cierto que con la repetición de círculos, rectángulos, pirámides y óvalos, la persecución de las sombras se fue haciendo parte de los juegos de la niña. Quedó tan arraigada en su comportamiento como la buena postura. Una prueba desconcertante de esa segunda piel que le creció entre la mano y el ojo era el hábito de dibujar, al dorso de las esquelas que repartían en los velatorios, las efigies de los muertos … Es el cuadro espiritual de cada uno, la niña no inventa nada, decía Isabel de Paradís, que le compró el retrato de una tía en capilla ardiente, aunque fuera para quemarlo luego. Tú, niña, dedícate a pintar paisajes, es más decoroso, le aconsejaba Meline sin mucha convicción. Para ella era evidente que la niña tenía facultades de médium. Sabía por experiencias con parientes y vecinos que quien no desarrolla sus facultades para bien del prójimo se hunde en la locura, pero no le apetecía vivir en una ruina invadida por espíritus burlones. Mejor te quedas en casa cuando yo tenga que dar algún pésame. Los niños, pájaros amaestrados. Hay que abrirles la puerta de la jaula para que vuelen y vuelvan. Pinta lo que veas, pero trata de ver lo que vemos los demás, muchacha.
En el patio de la casa los árboles filtraban la luz. La niña buscaba un tono de verde mezclando azules, amarillos, negro. Un regalo de la imprescindible Isabel, aquella cajita con una variedad de tubos de colores, toda una novedad de fabricación inglesa. ¿Pero qué pinto? Qué vas a pintar, píntame a mí, le decía su tío político, el borrachón Enríquez. Y ella trazaba la figura geométrica de la cabeza del tío. Era una máscara de fealdad, un rectángulo parecido a un ladrillo, con ojos turnios, boca mellada y bigotes. Pues sí que se parece, decía Meline, ahora pinta algo más hermoso, árboles, flores. La naturaleza, decía Madame de Joinville, es madre y maestra. Pero pintar un paisaje de izquierda a derecha y de norte a sur en aquel patio polvoriento que el trajín de los sirvientes y de la madre llenaba de ruidos era superior al empeño de la zurrapita. De manera que se limitaba al detalle de un pétalo de la gardenia más abierta o a repeticiones en serie de una imagen particular: una gota de agua que se desliza, o el pico de una gallina moquillenta”.
¡Y cómo una niña huerfana, pobre, de la martinica o puerto rico, será pintora?
“Allí derramaba una lágrima, suspiraba, se limpiaba con un pañuelito de hilo y no tocaba los pinceles. Jamás volveré a pintar ni tendré hijos, se decía. Ya voy para solterona. En aquella lágrima de resignación pudo haberse ahogado, pero no. Su duelo le quedaba chico”.
¿Que hizo entonces? Se metió en el viejo cuarto de sus padres, donde ahora se había instalado su hermano Carlos con su mujer, y “en una maleta escondida debajo de la cama había un ejemplar de Le Journal des Modes y entre las páginas, sus dibujos infantiles. Fuiste una niña muy querida. Entonces decidió quererse más, enamorarse de la zurrapa indiscreta que alteraba modas parisinas. Armó un cobertizo techado con sábanas viejas en el patio de la casa y allí colocó el caballete y un lienzo”.
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[Hay más, mucho más, hasta aquí dejamos. Para quedarnos con una vida de la pintora, rescatada por una novelista narrando la biografía de su hijo, el poeta William Carlos Williams, y de su familia. Queda una vida, poco, hasta donde alcanzo, de su obra. Fuimos en esta ocasión más allá de lo que en estas páginas, vamos, para alcanzarla, hacernos parte de su rescate; que es el rescate de tantas mujeres pintoras olvidadas, casi anonimizadas, esa versión en la pintura de lo que para la literatura se denunció: “Anónimo es el nombre de mujer”].
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Raquel:
