
“En un soneto a un tiempo cruel y sensual, Lope de Vega pinta con palabras violentas y suntuosas el sacrificio de Holofernes. Los versos se enlazan y desenlazan, regidos por el ritmo, iluminados aquí y allá, como si fuesen reflectores, los distintos aspectos de la escena: la tienda del caudillo, las pesadas cortinas rojas, la luz vacilante de los hachones, los vasos rotos, la mesa derribada, las manchas de vino y sangre en el mantel, el sueño mineral de los soldados y, sobre la cama revuelta, el cuerpo enorme del guerrero decapitado. El soneto es una corriente verbal, un rumor poderoso que avanza hasta que, bruscamente, desemboca en una visión que nos sobrecoge por su instantánea fijeza: vemos a Judith trepada sobre las piedras de la muralla, rodeada de noche y empuñando como una lámpara atroz la cabeza recién cortada de su enemigo:
Cuelga sangriento de la cama al suelo
El hombro diestro del feroz tirano
Que opuesto al muro de Betulia en vano
Despidió contra sí rayos al cielo.
Revuelto con el ansia el rojo velo
Del pabellón a la siniestra mano,
Descubre el espectáculo inhumano
Del tronco horrible convertido en hielo.
Vertido Baco, el fuerte arnés afea,
Los vasos y la mesa derriba,
Duermen las guardas que tan mal emplea;
Y sobre la muralla coronada
Del pueblo de Israel, la casta hebrea
Con la cabeza resplandece armada.
La última línea tiene la vivacidad del relámpago: la hebrea “con la cabeza resplandece armada”. Esto soneto evoca -o mejor: convoca- las imágenes de la pintura de Rubens. Podría haber sido firmado no por el poeta español sino por el pintor flamenco. Es pintura escrita, del mismo modo que hay palabras pintadas”.
