
Córdoba, España, en 1584, Hernando, Ibn Hamid, ya tiene treinta años de su agitada vida, sufrida vida, padecida vida, con vaivenes tan abruptos que casi debemos preguntarnos cómo puede sostenerla; él y los suyos moriscos españoles perseguidos por la cristiandad española y peligrosa por las rivalidades de otros musulmanes. Aun así, “le gustaba visitar la capilla del Sagrario de la catedral, la antigua biblioteca que tantos recuerdos le traía. Allí lograba el sosiego, mientras contemplaba cómo Cesare Arbasia, el maestro italiano contratado por el cabildo, pintaba y decoraba la capilla desde el suelo hasta la bóveda, incluyendo las paredes y los dobles arcos. Poco a poco, aquel fondo en tonos ocres y rojos se iba llenando de ángeles y escudos. La mano del artista alcanzaba hasta el más pequeño rincón. ¡Hasta los capiteles de las columnas se recubrían de una capa dorada!
- Dijo el gran maestro Leonardo da Vinci que los creyentes prefieren ver a Dios en imagen antes que leer un escrito referido a la divinidad -le explicó uno de aquellos días el italiano-. Esta capilla se hará a imagen y semejanza de la Sixtina de San Pedro de Roma.
- ¿Quién es Leonardo da Vinci?
- Mi maestro.
…
- Poco te importan las imágenes, ¿no es verdad? -le había preguntado un día-. Nunca te he visto observarlas, ya no con devoción, sino ni tan siquiera con curiosidad. Te interesas más por el proceso de pintura.
Así era …
- Yo soy partidario de la lectura -reconoció el morisco-. Nunca encontraré a Dios en simples imágenes.
- No todas las imágenes son tan simples; muchas de ellas reflejan aquello que esconden los libros.
Con esa enigmática declaración por parte del maestro dieron por terminada la conversación ese día”.
La retomarían días más tarde; después del luminoso descubrimiento de antiguos manuscritos árabes que habían sido mandados quemar por el caudillo Al- Mansur. Volvió a él la necesidad de retomar de alguna manera aquella antigua misión de reconstruir las comunidades moriscas diezmadas conservando la lengua árabe y copiando el Corán y otros manuscritos. Entonces, “se sentó ante un escritorio, rodeado de libros ordenados en estanterías finamente labradas en maderas nobles. Como era de esperar, no había tintas de colores. Hernando observó las plumas, el tintero y las hojas de papel. Podía ejercitarse primero, decidió. Mojó una de las plumas y con delicadeza, deleitándose en el trazo, dibujó una gran letra, el alif, la primera letra del alfabeto árabe, larga y sensualmente curvada, como el cuerpo humano, tal cual la definieron en la antigüedad. Dibujó la cabeza con su frente, el pecho y la espalda, el vientre…”
Escucha ruidos, se asusta, piensa romper el papel. Pero no, “extrajo el arrugado papel de su camisa y contempló el alif. Le pareció diferente a cuantas letras pudiera haber escrito hasta entonces; notó en ella una devoción de la que adolecían las demás … era la primera letra que escribía tratando de representar a Dios en ella, igual que le sucedía a Arbasia con sus imágenes sagradas”.
Días después va a visitar a Arbasia a su casa. “Esa misma mañana había descubierto el último rostro que Arbasia había pintado en el fresco de la Santa Cena que embellecía la capilla del Sagrario. La pintura aparecía en el frontón, sobre la misma hornacina destinada a guardar el cuerpo de Cristo, el lugar principal. Hernando no pudo apartar los ojos de la figura que se sentaba a la izquierda del Señor, abrazada por Él; parecía… ¡parecía una mujer!”
Le preguntó al maestro italiano por aquella figura, y respondió cortante: “Se trata de san Juan”, aun así, Hernando siguió con lo que pensaba: “ante tu obra he visto en el Jesucristo que has pintado a un hombre normal, a un ser humano que abraza a una… que abraza a alguien con cariño, amable, sonriente incluso. No es el Jesucristo Hijo de Dios, omnímodo, todopoderoso, sufriente y herido, ensangrentado, que puede verse en todos y cada uno de los rincones de la catedral”.
Poco antes, “las palabras que aquella tarde había pronunciado Arbasia, citando a Leonardo da Vinci y hablando de buscar a Dios en las imágenes, le habían hecho pensar en otras que en su día le dirigiera don Julián en el silencio de aquella misma capilla:
- Lee, pues tu Señor es el más generoso. Él es el que ha enseñado al hombre a servirse del cálamo.
- ¿Qué significan estas aleyas? -le interrogó entonces Hernando.
- Establecen la relación divina entre los creyentes y Dios a través de la caligrafía. Debemos honrar a la palabra revelada. A través de la caligrafía permitimos la visualización de la Revelación, de la palabra divina. Todos los grandes calígrafos se han esforzado por embellecer la Palabra. Los fieles deben poder encontrar la Revelación escrita en sus lugares de oración para que siempre la recuerden y la tengan ante sus ojos, y cuanto más bella sea, mejor.
A lo largo de aquellas jornadas en las que ambos copiaron ejemplares del Corán, don Julián le habló de los diferentes tipos de caligrafía, principalmente la cúfica, la elegida por los Omeyas en Córdoba para sacralizar la mezquita, o la cursiva nazarí utilizada en la Alhambra de Granada …
Esa noche, tras acceder a la biblioteca y despabilar las lámparas, Hernando sólo tenía en mente un propósito: coger una pluma y un papel, y entregarse a Dios, igual que hacía Arbasia mediante sus pinturas”.