La bailarina de Auschwitz, de Edith Eger

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La bailarina de Auschwitz, de Edith Eger

En 1939 la familia Elefante, una doble minoría, húngaros en Checoslovaquia y judíos, son desahuciados y deben mudarse. En 1940 los hombres judíos empiezan a ser trasladados a campos de trabajo forzados por los nyilas, los nazis húngaros, no aún a ellos, que creen que negando esa realidad se salvarán. En 1941 son obligados a llevar la estrella de David, y su padre será trasladado.

Poco después, “llegan en la oscuridad. Golpean en la puerta, gritan: ¿mi padre los deja entrar o entran a la fuerza en nuestro departamento? ¿Son soldados o nyilas? … Los soldados irrumpen en la habitación anunciando que hemos sido expulsados de nuestra casa y que nos instalaremos en otro lugar. Nos permiten llevar una maleta para los cuatro … Ahí es cuando empiezo a darme cuenta de que todo puede ser mucho peor. Que cada momento alberga un potencial para la violencia. Nunca sabremos cuándo o dónde nos desmoronamos. Hacer lo que te dicen puede que no haga que te salves”.

Y el potencial de violencia se desplegó. Fueron llevadas a Auschwitz. “Podría sintetizar mi vida en un momento, en una imagen, es esta: tres mujeres con abrigos de lana oscuros esperan tomadas del brazo en un patio desolado. Están agotadas. Tienen polvo en los zapatos. Forman parte de una fila muy larga. Las tres mujeres son mi madre, mi hermana Magda y yo. Es nuestro último momento juntas. No lo sabemos. Nos negamos a planteárnoslo. O estamos demasiado cansadas para especular siquiera sobre qué nos espera. Es un momento de separación, la de la madre de las hijas, la de la vida como había sido hasta entonces de lo que vendría después. Y, a pesar de todo, solo puede darse ese significado en retrospectiva”.

Esa imagen sintetiza su vida. Había vivido sin embargo horrores, acaso peores. Viviría aún horrores indecibles: el doctor Mengele obligándola a bailar para él; marchas del hambre; Mauthaussen, “siempre hay un infierno peor”; un cuerpo casi sin vida entre cadáveres, los soldados que liberaron el campo casi siguen de largo, no tienen la fuerza ni siquiera para levantar un brazo señalando que están vivas, el reflejo de la luz del sol en una lata que apenas logran mover dará el aviso y al acercarse apenas un dedo que se mueve débilmente.

¿Por qué entonces elige esa imagen como síntesis de su vida?

Tal vez porque “la memoria es un terreno sagrado. Pero también embrujado. Es el lugar en que mi rabia, mi culpa, y mi pena, dan vueltas como pájaros hambrientos en busca de los mismos huesos viejos. Es el lugar al que acudo en busca de la respuesta a la pregunta que no puede contestarse: ¿por qué sobreviví?”.

¿Por qué sobrevivió? Busca una respuesta. Sus fuerzas internas. Las fuerzas externas, de los otros. Busca una respuesta. Tendrá su familia en América. Estudiará, psicología, con Viktor Frankl y otros. “No podemos hacer desaparecer la oscuridad, pero podemos decidir encender la luz”.

La memoria, terreno sagrado, terreno embrujado. Nuestra parte de ficción de nuestras muy reales vidas. Terreno de lucha de lo que somos, lo que queremos ser, lo que nos contamos que somos. Llave de la luz que podemos, o no, encender, en medio de tanta oscuridad.

(Planeta. Traducción de Jorge Paredes)

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