
«Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
‘Es -dije musitando- un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más’.
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
Melancólico, sumido en su sufrimiento, se repetía, “eso es todo, y nada más.”
No, no, algo más había. Siempre hay algo más.
Un dolor es un dolor, un dolor es algo más.
[¿O serían sólo palabras como creía Borges de acuerdo con el propio Poe?: Sólo
habrían sido “motivos fonéticos” los de “el estribillo melancólico nevermore (nunca
más)”, y sólo arbitraria la elección del cuervo].
«De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos».
Y le habló:
“Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-.
no serás un cobarde.
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más».»
Y su nombre era un diálogo, una respuesta, una profecía:
El se lamenta, se irá el cuervo como se han ido tantos: “Nunca más.”
Mira la lámpara que Leonora ya “no oprimiría, ¡ay!, nunca más!”
Se exige olvidar a Leonora: “Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Ruega por un bálsamo: “Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
Clama que Leonora esté en el Cielo: Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
Lo echa de allí entonces, que le deje solo: “Y el Cuervo dijo: Nunca más.”
En cambio allí el Cuervo permaneció, “y mi alma, del fondo de esa sombra que flota
sobre el suelo, no podrá liberarse. ¡Nunca más!
¿Hundido en su desesperación; resignado a la pérdida de su amada; abrumado por su
soledad; era aquel Cuervo que vio -y al que hizo pasar a su casa, esa noche, a su vida,
aquel horrendo animal que repetía esas palabras, un anatema, una condena, una
profecía?
“¡Un cuervo! El ser más loable, admirable y solidario que ha dado la naturaleza.
Una vez, lo vi, repartiendo su pieza de pan entre las ratas. Otra, echando piedras
en una botella con agua, para poder subirle el nivel, y beber tranquilamente. Y ayer,
ayer, le vi, subido a la cornisa del edificio más alto, arrancando los fierros para
evitar que se posen las palomas. Caían como estacas, sobre los sombreros de las
gentes distraídas. ¡Un cuervo! El ser más inteligente, rebelde y buen amigo”.
¿Qué más había entonces? (Siempre hay algo más).
“Me le acerqué inmediatamente. Quise preguntarle por qué observaba a Poe …
Observaba, observarle, mientras le observaba”.
Algo más habría allí. Hay que averiguarlo.
Lo observaba, “no con el afán de volverle loco, eso ya no hacía falta, porque Edgard
se había vuelto loco solo, atragantado en sus propias palabras”.
Había esa locura que tenía dentro, melancólica, capaz de engendrar con palabras esos
otros mundos que creamos para escapar de nosotros mismos.
Y que están allí, reales, tan reales como este otro mundo que habitamos.
Lo observaba “para ver, su propio reflejo brillante azulado, en esos ojos inefables.
Solo para observarle, mientras observaba cómo le observaba”