ARTE Y LITERATURA. La adoración de los pastores del niño Jesús, Rembrandt. Elías Ambrosius. Leonardo Padura

En la escena de La adoración de los pastores del niño Jesús solicitada por el estatúder Frederik Hendrik de Nassau, Rembrandt tomó, nuevamente como modelo a su joven aprendiz judío Elías Ambrosius

“Al penetrar en la sala de trabajo, Elías Ambrosius recibió una sorpresa que le explicó la razón de la clausura: en la pared del fondo había dos cuadros extrañamente iguales pero esencialmente diferentes de la manida escena cristiana de la adoración de los pastores, aquella representación en que por demasiado tiempo había venido trabajando el pintor. Sin darle ocasión a detenerse en la observación de las dos telas enigmáticas por su similitud, el Maestro le había pedido que se vistiera con un pesado camisón marrón oscuro y lo había ubicado ante un fragmento de columna griega que le llegaba a la altura del pecho. Luego de observarlo desde varios ángulos, comenzó a pedirle que adoptara diferentes poses mientras, con rasgos muy sueltos, iba reproduciendo las posturas con un carboncillo sobre las hojas rugosas de su tafelet. Algo muy recóndito y visceral debía de ocupar la mente del Maestro en el proceso de observar y dibujar al joven judío, en un mutismo solo quebrado por las indicaciones dedicadas a modificar posturas. El Maestro, pensó Elías, parecía empeñado en una cacería más que en una obra. Y había tenido la certeza de estar asistiendo a un invaluable aprendizaje”.

“En la pieza de La adoración de los pastores en la cual se empeñara el pintor durante los últimos dos meses, aparecía la misma Virgen, pero como parte de un grupo de personajes. Con el niño Cristo recostado en un pequeño moisés, más bien una canasta corriente, acomodada en su regazo, la Virgen mostraba a los pastores forasteros al hijo de Dios recién nacido. La madre y el hijo, desde que fueran abocetados, aparecían beneficiados por la única luz del cuadro, cuya fuente diríase que brotaba de las mismas personas divinas. Sin embargo, algo en aquel trabajo, destinado al palacio del estatúder, no parecía haber complacido al Maestro, y su conclusión se había dilatado ya por varias semanas, a lo largo de las cuales el hombre, sin mojar el pincel, se dedicaba a observar lo estampado o a vagabundear por la ciudad, como si se hubiera olvidado por completo de la pieza. Empujado por aquella insatisfacción con la obra, como luego sabrían todos en el taller, el Maestro había tomado una extraña decisión: le había pedido a Aert de Gelder, el más dotado de sus jóvenes discípulos, que utilizara un lienzo de similares dimensiones al escogido por él, y reprodujera el cuerpo central de aquel cuadro. De Gelder debía copiar la escena con la mayor fidelidad, aunque con la libertad de introducir las variaciones que el joven creyese necesarias. Aert de Gelder, que era la mimesis pictórica más asombrosa que hubiera existido del Maestro, había aceptado el reto y, gustoso, se empeñó en la labor, sabiendo que no se trataba de un simple ejercicio de copiado sino de un experimento más intrincado cuyos fines últimos desconocía. Fue en los días durante los cuales se había cocinado aquel proceso, cuando la entrada al estudio había estado vedada para todos los habitantes y trabajadores de la casa. Por ello, solo aquella tarde, luego de recibir el mandato del Maestro para que se moviera hasta quedar de frente a él, Elías Ambrosius al fin había tenido la oportunidad de detenerse a estudiar las dos obras, todavía muy necesitadas de retoques y tratamientos conclusivos. Lo sorprendió observar cómo las pinturas multiplicaban la sensación de simetría pues parecían mirarse una a la otra en un espejo y el joven judío coligió que, con toda seguridad, De Gelder había decidido realizar el encargo de reproducir lo ya existente valiéndose de instrumentos ópticos que proyectaran la imagen estampada por el Maestro sobre el lienzo en el cual la había copiado el discípulo. Por tal razón las figuras de la reproducción quedaban invertidas respecto a las del original, con los personajes algo más concentrados en la fuente de luz, aunque transmitiendo el mismo sentimiento de respetuosa introversión. Pero, para quien no tuviera los antecedentes que poseían Elías y los demás discípulos, la pregunta que de inmediato saltaría de la contemplación de aquellas obras gemelas sin duda sería: ¿cuál es el original y cuál la copia? «¿Quieres saber por qué estoy haciendo esto?», había preguntado al fin el Maestro sin necesidad de comprobar hacia dónde se dirigía la mirada hipnotizada de Elías Ambrosius. «Con el mayor respeto», dijo el joven, y entonces el pintor se volvió para quedar de frente a las obras, dándole las espaldas al aprendiz. «Es el precio del dinero», dijo y se mantuvo unos instantes en silencio, como solía hacer el jajám Ben Israel cuando lanzaba sus discursos. «Esta vez no puedo fallar. Dependo del dinero del estatúder para pagar los plazos atrasados de esta casa. Ya no me hacen encargos como este, algunos comentan que mis pinturas parecen abandonadas más que acabadas, en fin … Puedo pintar a Emely Kerk como quiero pintarla, o una Sagrada Familia que parezca una familia judía de tu barrio mientras recibe la visita de unos ángeles como si fuese lo más normal del mundo. Y sentarme a esperar a que aparezca un comprador generoso… o a que no aparezca. Pero eso que ves ahí», señaló sin necesidad su cuadro, el de mayores dimensiones, «eso no me pertenece: es obra del estatúder. Él me pidió con todo detalle lo que quería ver y me paga para cumplir ese deseo… Y ya aprendí la lección. Sé muy bien que el estatúder no quiere exhibir en su palacio pies sucios ni pastores andrajosos recién salidos del desierto, como debió haber sido en la realidad. No quiere vida: solo una imitación de ella que resulte bella. Por eso le pedí a Aert que hiciera su versión para luego yo retocar la mía con las soluciones que él encontrara… Escogí a Aert porque es uno de los mejores pintores que conozco, pero nunca será un artista. Y ahí está la prueba: ¿parece una obra mía, no es cierto? Mira esos trazos, mira la profundidad de su claroscuro, disfruta con qué técnica trabaja la luz. Observa y aprende… Pero también aprende algo más importante: a esa estampa de Aert le falta algo… Le falta el alma, no tiene el misterio del arte verdadero… Es solo un encargo. Y yo estoy copiando a Aert porque así se debe pintar si uno quiere cumplir el deseo de un poder y ganarse esos florines que tanto necesita». Se detuvo, concentrado en los dos cuadros, y negó algo con la cabeza antes de decir: «El arte es otra cosa… Y ya está bien por hoy. Ahora limpia a fondo este estudio, parece una pocilga…»”.

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