El problema de Spinoza, de Irvin D. Yalom

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El problema de Spinoza, de Irvin D. Yalom

En Amsterdam, en 1656, “la ciudad aún lleva luto, aún está recuperándose de la peste que, hace solo unos meses, mató a una persona de cada nueve. A unos metros del canal, en el número 4 de la Breestraat, un arruinado y algo borracho Rembrandt Van Rijn da la última pincelada a Jacob bendice a los hijos de José, estampa su nombre en la esquina inferior derecha, tira la paleta al suelo y se vuelve para bajar por la estrecha escalera de caracol. La casa es en ese día testigo de su vergüenza. Hormiguean en ella los licitadores que esperan la subasta de todas las propiedades del pintor … En Delft, 70 kilómetros al sur, inicia su ascensión otro pintor. Johannes Vermeer echa un último vistazo a su nuevo cuadro, La alcahueta”. Unas pocas cuadras más allá de la casa de Rembrandt, está el negocio de la familia Spinoza, y allí está “un hombre que se llama ‘bendito’, Bento en portugués y Baruch en hebreo”, que había huido de Portugal poco antes escapando de la Inquisición, administrando un negocio pobre aunque se decía podría ser el próximo gran rabino de Amsterdam.

Cuando otros dos portugueses, Franco y Jacob también huyendo de la Inquisición le buscan por una crisis de fe, ¿qué Dios es ese que permite oler a los hijos la carne de sus padres quemada por la Inquisición?, los cita el sábado en su tienda; se sorprenden, es día sólo para orar, y Baruch les da una primera y sencilla lección: Dios es todopoderoso, Dios es perfecto, completo en sí mismo y un ser perfecto y completo no tiene necesidades, ni insuficiencias ni carencias ni deseos. Entonces Dios no tiene ningún deseo sobre cómo le glorifiquemos, o incluso sobre si lo hacemos o no. “Permíteme, pues, Jacob, amar a Dios a mi manera”.

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“A mi manera”, y en nuestro interior. Es así que observa a la gente ir y venir, persiguiendo algo que nunca alcanzan o, cuando lo hacen, es para ir tras otra. Bento, en cambio, piensa que la busca es de la “felicidad imperecedera … que no se halla en objetos perecederos. No se halla fuera, sino dentro. Es el pensamiento el que determinará lo que es temible, desdeñable, deseable o inestimable, y es por tanto el pensamiento, y solo el pensamiento, el que se debe modificar”.

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“A mi manera”, con independencia, sobre todo, con libertad. Esa independencia y libertad que resultan tan temibles a todos: rechaza las tradiciones judías; recurre, de ser necesario, a instituciones no judías; tiene una lectura propia de la Biblia; toma lecciones de latín con un jesuita; afirma que debe amarse a Dios, sin esperar nada a cambio: actuar desinteresadamente; porque vivía una vida buena, de persona buena, más allá de la creencia, o no, en Dios, lo que sería agradable a Dios, y, por tanto, serían vanas las acusaciones de las otras personas; busca “perfeccionarnos utilizando nuestra capacidad de razonar, dada por Dios”; que todo se trata, en nuestras vidas, y de acuerdo con lo que Dios querría, interpreta Spinoza con “un espíritu libre y sin trabas”, de que “hallemos la felicidad y la bienaventuranza”, que encontraremos en el goce de lo que es bueno, y eso depende de nosotros: Dios es perfecto, no necesita ni al mundo ni a nosotros, por lo que, ¿atea negación de Dios?, todo, y todo es todo, tiene una causa natural; y eso que depende de nosotros, qué importante, vale para todas las personas: no hay pueblo elegido; afirma audazmente, ¿ya abiertamente ateo?, que “Dios es la Naturaleza. La Naturaleza es Dios”, la naturaleza no los árboles y las plantas, sino las leyes universales, “el lugar de cada cosa finita en su relación con causas infinitas”, no existe la fuerza de voluntad, nada sucede caprichosamente: un mundo, una vida [¡oh que esfuerzo tranquilizador!], plenamente explicable; no necesariamente ateo: “Yo creo que el mundo, y todo en él, opera de acuerdo con la ley natural y que yo puedo utilizar mi inteligencia, siempre que la utilice de un modo racional, para descubrir la naturaleza de Dios y de la realidad, y el camino hacia una vida santa”, sí contra dogmas, contra las autoridades religiosas de todos los credos, contra los Estados teológicos.

Todo esto en nombre de la lógica, del derecho a preguntarnos y a razonar.

Lógica, razón; no como algo frío; y, en realidad, no porque pueda no serlo, sino porque “la razón no es rival frente a la pasión y lo que debemos hacer es convertir la razón en una pasión”, es decir, amar sólo lo eterno, lo imperecedero, aquello que no pueda hacernos sufrir.

Y también en nombre [¿acaso más desafiante para todos?], de “regir mi vida de una forma santa, lo que incluye no volver a mentir nunca más”, y que se resumen en el amor.

Actuar desinteresadamente, pero no despreocupadamente: antes sus ojos se le presentó el inesperado y terrible dilema: “he de negarme a mí mismo, renunciando a mi naturaleza más íntima y paralizando mi curiosidad, o he de hacer daño a los más allegados a mí”, su familia, su comunidad, que se sentían ofendidos y amenazados en sus creencias y costumbres. Y otro dilema, más personal, entrelazado: para dedicarse a la razón, a sus escritos, debía renunciar a las pasiones, la compañía estrecha y permanente, no la ocasional, de los otros; a la vez que rechazaba esos tres bienes mundanos: “las riquezas, la fama y los placeres sensuales”.

Y su comunidad y su propia familia lo rechaza, por lo que todos, todos los suyos, su familia, su comunidad, empezaron a llamar “el problema Spinoza”.

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El problema Spinoza: la libertad, la independencia, la, modesta, afirmación del propio yo.

O, más bien, el rechazo que suele generar en los otros todo esto.

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Pero hay un afuera, terrible. Inmodificable. Que trae uno de esos momentos únicos en la historia, que se dan cada cientos o miles de años, más terrible aún.

En aquellos años, ya “la superstición y la razón nunca han sido buenas compañeras”, por lo que guardaba sus ideas para sí, anotadas en su Diario. Hasta que las compartió: fue excomulgado de su comunidad judía. Había algo más de allá afuera: el pueblo judío había sido expulsado de todo el mundo, literalmente, solo encontraron un refugio de libertad en Amsterdam, con una sola condición: no permitir el ateísmo, y así se interpretaba el panteísmo de Spinoza: los cristianos caerían contra los judíos, el gran rabi de Amsterdam debía resguardar su comunidad. uno de esos momentos únicos en la historia, que se dan cada cientos o miles de años, más terrible aún. Es entonces que se produjo uno de esos momentos únicos y terribles en la historia, que se dan cada cientos o miles de años: cuando recae su pesado peso en los hombros de una sola persona. Y que pueden irrumpir, a la vez y misteriosamente, de cosas pequeñas y mezquinas: un usurero Duarte Rodríguez, que pretendía cobrar ante el tribunal judío una deuda del padre de Baruch, Baruch intentó eludir el pago recurriendo al tribunal holandés, por lo que lo hizo denunciar por ir contra las costumbres, creencias y toda la comunidad judía, y por ateísmo, abriendo las puertas a que los cristianos embistan contra todos los judíos en el único lugar del mundo que los acogía y les daba libertad. El gran rabí le ofreció poder estudiar en reserva, manteniéndose en silencio: “Lo rechacé. Para mí, la libertad no tiene precio”. Encarnaba también de este modo, caía también sobre sus hombros, una época entera que nacía: “un hombre solitario al que excomulgaron los judíos, cuyos libros fueron prohibidos por los cristianos y que cambió el mundo … había introducido la era moderna, la Ilustración y el ascenso de las ciencias naturales empezaron con él … el primer occidental que vivió abiertamente sin ninguna afiliación religiosa”. Y un tercer efecto, que hace ahora a nuestros tiempos, y a todos aquellos tiempos en que el mundo se ve súbitamente sacudido: el de la identidad: “¿Qué soy yo? Si no soy un judío, ¿qué soy entonces?”.

Doscientos años después, Goethe escribe sobre la benéfica influencia sobre él de Spinoza: le llevaba claridad y, sobre todo, calmaba sus pasiones, su agitación interior.

Y trescientos años después, desde esa misma Alemania de Goethe, el nazismo irrumpe en Europa.

Extrañamente, Alfred Rosenberg, admirador de Goethe, el ideólogo anti-semita del nazismo se plantea el “problema Spinoza” e irrumpe en el pequeño museo holandés de Rijnsburg y confisca la biblioteca personal de 151 volúmenes de Spinoza.

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En el Sabbat, todos iban a la sinagoga, no Bento, que “intentó bloquear el mundo exterior, sumergirse en el interior y distraerse maravillándose de aquel curioso duelo entre la razón y la emoción, un duelo en el que la razón resultaba siempre derrotada”.

(Traducción: José Manuel Álvarez-Florez)

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