Píldoras de la crítica. La literatura y el mal. Iris Murdoch

Píldoras de la crítica. La literatura y el mal. Iris Murdoch

(Apenas un breve extracto para pensar, sin hacer crítica de la crítica, ni hacerse parte de entreveros, ni tener que recorrer estos caminos)

“En su intento de analizar la fragilidad humana, los filósofos morales han producido algunos esquemas bastante poco realistas … Por otro lado, la imprecisión puede que no convenza al lector de que está realmente viendo la «vida humana» en vez de un «ballet fantasmal de categorías exangües» … Como muchos otros grandes tratados de ética, la República es deficiente en su explicación del Mal positivo. El «hombre tiránico» tiene que demostrar demasiado. El retrato de la reflexión moral y del cambio moral (degeneración, mejora) constituye la parte más importante de cualquier sistema de ética. La explicación de nuestra falibilidad en temas tales como tomar lo peor por lo mejor la llevan a cabo con gran profusión de información (aunque, naturalmente, de una manera menos sistemática) los poetas, autores de teatro y novelistas. A la filosofía le ha llevado mucho tiempo reconocer lo siguiente: la famosa «disputa» es, en verdad, muy antigua en el tiempo, así como la sospecha de que el arte es fundamentalmente frívolo. Solo en comparación con lo anterior hace poco tiempo, los filósofos morales han condescendido a procurarse la ayuda de la literatura como modo de explicación.

La visión del Mal confunde, y es un tema sobre el que es difícil generalizar porque cualquier análisis exige una considerable batería de juicios de valor. A una le gustaría pensar que el hombre justo ve con claridad al hombre injusto («Dios lo ve claramente»). El arte se siente confiado con el Mal, como en casa (la mayoría de las veces demasiado) y presto a embellecerlo. Sin embargo, es indiscutible que la buena literatura es singularmente capaz de aclarar públicamente el Mal y de emular el fuero interno del hombre justo sin que (ese es su privilegio) el artista tenga que ser justo más que con su arte. Que esta separación es posible parece un hecho constatado. El arte acepta y disfruta de la ambigüedad del hombre en su totalidad y puede parecer que los grandes artistas «usan» sus propios vicios para propósitos creativos sin que esto, aparentemente, dañe su arte. Este misterio pertenece, qué duda cabe, a la región de lo inconmensurable e ilimitado. Platón sabe a qué debe estar atenta la crítica constantemente, entiende que el lado malo de la naturaleza humana opera con secretismo y precariedad en el arte. Hay u n montón de crueldad secreta ahí y si el arte es suficientemente bueno (pensemos en Dante o Dostoievski) puede ser difícil decidir en qué momento la disciplinada «indulgencia» de la crueldad daña el mérito de la obra o hiere al cliente. Pero ver la desgracia y el Mal de una manera justa es una de las cumbres del empeño artístico, una cumbre que, con seguridad, a veces se alcanza.

Cómo esto se convierte en algo bello es un misterio que puede parecer muy cercano a algunas de las oscuridades más vivas y centrales del propio pensamiento de Platón (la causa divina siempre se toca con la causa necesaria). Shakespeare no solo saca esplendor, sino también belleza de la malevolencia de Yago y de la muerte intolerable de Cordelia, igual que Homero la extrae de las desgracias de una guerra sin sentido y del estilizadamente despiadado Aquiles. El arte pocas veces puede mostrar — si no es con autoridad— cómo aprendemos del dolor, arrastrados por la violencia de la gracia divina hacia un a sabiduría reacia, como se describe en el primer coro de la tragedia Agamenón, en palabras que de algún modo nos recuerdan a Platón, quien se mantuvo (así parece) tan escandalosamente indiferente a los méritos de Esquilo (¿un caso de envidia?). Y, por supuesto, el arte puede revelar sin explicar, y su justicia también puede ser lúdica. La docilidad de lo necesario ante la inteligencia puede ser igual de vidente, con la misma viveza, en el arte no mimético y no conceptual («puro artilugio» y «don absoluto»), un arte que ilumina de modo efímero profundas estructuras de la realidad, como si el artista pudiera de hecho penetrar la ensoñación creadora del Demiurgo, donde la verdad y el juego se entremezclan misteriosa e inextricablemente.

Y, puesta a elogiar el arte ante Platón, una podría incluso añadir —a modo de efectiva persuasión— que, de haber una prueba ontológica (a fin de cuentas, es la idea principal de Platón), el arte provee una versión muy plausible de ella. En general, puede que el arte demuestre más que la filosofía. Familiarizarse con una forma de arte y desarrollar el gusto es un a educación en lo bello que acarrea, a menudo instintivamente y con una confianza creciente, la separación por categorías de lo que es bueno, lo que es puro, lo que es profunda y justamente imaginado y lo que es convincente, de lo que es trivial o superficial o, de alguna manera, fingido, autoindulgente, pretencioso, sentimental, falazmente oscuro, y así de manera sucesiva.

La mayoría de los términos críticos más despectivos atribuyen alguna especie de falsedad, y, por otro lado, (Keats) dice: «lo que la imaginación toma por Belleza ha de ser verdad». El arte malo es una mentira sobre el mundo, y el arte que, p o r contraste, se considera bueno es ipso facto, en cierto evidente e importante sentido, considerado verdad y tomado como expresión de la realidad: el sentido por el cual Seurat es mejor que Burne-Jones, Keats mejor que Swinburne, Dickens que Wilkie Collins, etc. Platon dice en el Filebo que una experiencia de placer puede ser infectada por la falsedad. Aprender a detectar lo falso en el arte y a disfrutar de la verdad forma parte de una educación del discernimiento m oral que dura toda una vida.

Esto no quiere decir que haya que vivir en un claustro estético. El buen arte, por complejo que sea, presenta una combinación evidente de pureza y realismo: y si pensamos ahora en enseñanzas morales que hacen lo mismo (los Evangelios, san Agustín, Julián de Norwich y parte de la obra de Platón) ha de admitirse que estas también son, a su manera perfectamente natural, arte. El desarrollo de cualquier habilidad aumenta nuestro sentido de realidad. A prender un arte es aprender toda suerte de extraños artificios pero, sobre todo, es aprender a hacer la declaración formal de una verdad que se ha percibido, y aprender a hacerla espléndidamente digna de una atención adiestrada y purificada sin falsearla durante el proceso …

No es necesario, sin embargo, entrar en disquisiciones metafísicas o psicológicas ni para devaluar el arte ni para defenderlo. Sus más simples y sólidos méritos son obvios: el arte libre es un aspecto esencial de una sociedad libre, de la misma manera que un arte mentiroso y degradado existe en función de una sociedad tiranizada. En tanto que gran informante general y universal, el arte es un rival obvio, aunque no necesariamente hostil, de la filosofía e incluso de la ciencia, y Platón nunca hizo justicia a la singular capacidad del arte de transmitir la verdad. El buen escritor, o decente incluso, no solo «imita los discursos de un médico», sino que intenta comprender y retratar el «mundo» de un médico, y estas descripciones de otros «mundos», por modestas que sean, son interesantes y valiosas. A Platón le preocupaba la ambigüedad espiritual del arte, su vinculación con el subconsciente «ilimitado», su uso de la ironía y su interés por el mal. Pero esa ambigüedad misma y esa voraz ubicuidad del arte son su característica libertad. El arte, y especialmente la literatura, es una gran sala de reflexión donde todos podemos reunimos y donde todo lo que hay bajo el sol puede examinarse y considerarse. Por esta razón es temido y atacado por dictadores, así como por moralistas autoritarios como el que es aquí objeto de discusión. El artista es un gran informante: por abajo un cotilla y por arriba un sabio, y muy querido en ambos papeles. Da cobijo y nombre a lo particular escurridizo. Pone el mundo en orden y nos da jerarquías hipotéticas e imágenes intermedias: como el hombre dialéctico, así media él entre lo uno y lo múltiple; y aunque nos pueda confundir con sus artificios, en el fondo nos instruye. El arte es, con mucho, lo más educativo que tenemos, mucho más que cualquiera de sus rivales: la filosofía, la teología o la ciencia. La naturaleza horadada de la obra de arte y su ilimitada vinculación con la vida ordinaria, e incluso su carencia de defensas respecto a su cliente, forman parte de la disponibilidad y libertad que le son características.

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