Sin destino, Kertesz Imre

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Sin destino, Kertesz Imre

“Mi padre se encogió de hombros, y le respondió que en aquellos tiempos no sólo en los negocios ya no había garantías sino tampoco en otros aspectos de la vida”, por eso al señor Stut le dejaron sus joyas y sus almacenes sin recibo ni ningún papel en que quedara constancia: había sido destinado a “trabajos obligatorios” en aquella Budapest.

Su tío, Lajos, le habla de manera directa: “. «De ahora en adelante – dijo-, tú también serás partícipe del destino común de los judíos.» Me explicó entonces que ese destino era «una persecución constante desde hacía milenios, que los judíos teníamos que aceptar con paciencia y resignación», puesto que Dios nos lo había impuesto por los pecados que habíamos cometido en tiempos pasados; así pues, sólo de Él podíamos esperar la gracia”.

Solo dos meses después, le llegó a él, György Köves, con sólo quince años, la misma orden.

Todo era a la vez cotidiano y extraño.

Un día los bajan del bus que los llevaba cada día a la fábrica donde realizaban sus trabajos obligatorios, los retuvieron durante horas, hasta que los pusieron en marcha. “No sabía por dónde ir y sólo recuerdo que me entraron ganas de reír, por una parte debido a la situación inesperada, confusa y a la sensación de estar participando en una obra de teatro sin sentido, en la cual mi papel me era en parte desconocido”.

Poco después sería destinado a una fábrica de ladrillos en la misma Alemania. Y de allí a Auschwitz-Birkenau.

Los viajes, el tren, las esperas, la incertidumbre, parecían opacar el hambre, la sed, los temores, la arbitrariedad. Y él admite, y como nos los cuenta lo muestra, “me quedé apático”. Un relato apático de una historia que es todo menos apática.

Sin asombro, rápidamente conoció todo lo que sucedía; por ejemplo, “allí, enfrente, estaban quemando a nuestros compañeros de viaje, los que habían llegado con nosotros en el mismo tren, todos los que habían pretendido subir a los camiones, todos los que en el examen médico resultaron no aptos para trabajar, por ser demasiado viejos o por cualquier otra razón, todos los niños con sus madres y las futuras madres a las que se les notaba ya el embarazo. Como nosotros, todos ellos desde la estación, habían ido a ducharse. También a todos ellos les habían informado sobre las perchas, los números y la organización de la ducha. Después de pasar por el barbero y recibir el jabón entraron en una sala llena de duchas y de tuberías, pero de los grifos no salía agua sino gas”. Sin asombro. Asombrosamente sin asombro; son los días eternos lo que recuerda de sus primeros días, y con ellos, “ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz”.

Tal vez (¿pero un recuerdo puede ser solo el recuerdo inmediato de la inmediata experiencia personal?) porque “sólo estuve tres días en Auschwitz. En la noche del cuarto día me encontraba de nuevo sentado en un tren, en uno de los conocidos vagones de tren de mercancías. Nuestro destino, según nos habían dicho, era Buchenwald”.

De allí, al campo de Zeitz.

Y allí, algo de esta asombrosa falta se asombro cambiaría.

Allí comenzaría la deformación total de sus personas, el hambre, el cansancio. “Nada pudo liberarme de una cosa: del hambre. Ya antes había experimentado -o así lo creía- el hambre; había tenido hambre en la fábrica de ladrillos, en el tren, en Auschwitz e incluso en Buchenwald, pero no conocía el hambre «a largo plazo», por decirlo de alguna manera. Tenía un hueco, un espacio vacío, y quería, con todos mis esfuerzos, llenar ese hueco sin fondo, ese espacio cada vez más vacío, aniquilar, silenciar el hambre. Mis ojos no veían otra cosa que comida, mis pensamientos, mis actos, todo mi ser se ocupaba exclusivamente de eso, y si no me comía la madera, el hierro o los guijarros, era sólo por la imposibilidad de masticarlos y digerirlos. Sin embargo, he comido arena y también hierba; las comía sin pensar, pero no había mucha hierba ni en el campo, ni en el territorio de la fábrica”. Y la degradación del cuerpo; envejecer 50 años en tres meses, la sarna. Y el barro, en el que se hundían y lo que costaba seguir avanzando; los zapatos que se deshacían y se adherían al cuerpo. Las palizas. Y tras ellas, “al terminar ese día sentí, por primera vez, que algo se había degradado definitivamente en mi interior, y a partir de aquel día todas las mañanas me levantaba con el pensamiento de que aquélla sería la última mañana en que me levantaría; hacía cada movimiento con el pensamiento de que se trataba de mi último movimiento; sin embargo, los seguía haciendo, por lo menos de momento”.

Allí, la misma aparente sensación de apatía se transformaría: “Existen situaciones en que parece imposible que se puedan agravar o empeorar. Yo mismo, al cabo de tanto esfuerzo, de tanto afán, de tanto empeño, acabé encontrando la paz, la tranquilidad y el alivio. Ciertas cosas, por ejemplo, que antes me habían parecido sumamente importantes, perdieron por completo su significado para mí. Así, estando en la fila durante el recuento, si me cansaba -y sin mirar si me encontraba en medio de un charco o si había barro-, me dejaba caer, me sentaba y me quedaba sentado o acostado hasta que mis vecinos me levantaban a la fuerza. No me molestaban ni el frío ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre, me seguía llevando a la boca todo lo que encontraba, todo lo que fuera comestible, pero sin prestar atención, como por costumbre y de manera mecánica. En el trabajo no cuidaba ya ni las apariencias. Si tenían algún inconveniente, lo más que podían hacer era pegarme, y con eso tampoco me hacían mayor daño, sólo me hacían ganar tiempo, puesto que con el primer golpe me acostaba en el suelo y ya no sentía los otros porque me quedaba dormido”.

Y otra nueva emoción se abría paso: “Una sola cosa se había hecho más fuerte dentro de mí: el enfado”.

Y la enfermedad, que se agrava, y de vuelta a Buchenwald, transportadas esas cosas, cuerpos, personas, en trenes y al llegar arrojados sobre carretillas. ¿Utilizarían balas, gas, medicamentos? “De todas formas, tenía la esperanza de que no dolería y, aunque parezca extraño, esa esperanza era tan real y me invadía como lo hubiera hecho cualquier esperanza más real relativa al futuro”.

Pero, ya llegado a ese punto, “tuve que reconocerlo: nunca habría podido explicar ciertas cosas de una manera exacta si me hubiera valido solamente de la esperanza, la norma, la razón, esto es la lógica de las cosas y de la vida, por lo menos según mi experiencia vital”.

Sobrevivió, volvió a Budapest. En un bus, un desconocido le paga el pasaje. “Entonces el hombre se dirigió a mí, y con el rostro ya más relajado me preguntó: «¿Vienes de Alemania, hijo?». «Sí.» «¿De un campo de concentración?» «Naturalmente.» «¿De cuál?» «Buchenwald.» Sí, me dijo, él había oído hablar de Buchenwald y sabía que era una de las estaciones en el camino del «infierno nazi», así lo dijo. «¿De dónde te deportaron?» «De Budapest.» «¿Cuánto tiempo has estado allí?» «Un año entero.» «Debes de haber visto muchos horrores, hijo», observó, y yo no le dije nada … luego me volvió a preguntar: «¿Has tenido que pasar por muchos horrores?». Le contesté que dependía de lo que él entendiera por horrores. «Seguramente -dijo con una expresión un tanto cohibida- habrás tenido que pasar penurias, hambre y quizá también te hayan pegado.» «Naturalmente», le dije, y entonces se enfadó mucho y me preguntó casi gritando: «¿Por qué respondes a todo «naturalmente», cuando te estás refiriendo a cosas que no lo son en absoluto?». Le contesté que en un campo de concentración sí eran cosas naturales”.

Y aquí está la clave, la clave terrible, de aquella apatía, de aquella asombrosa falta de asombro [¡Qué demasiado rápido juzga uno!]

Y es que la esperanza, la norma, la razón, hay momentos, terribles momentos que tiene el mundo, en que dejan de ser “la lógica de las cosas y de la vida”, cuando reina el horror que, de indecible, requiere de más y más palabras, no como un exorcismo, como un testimonio de aquello que de tan real, parece irreal. Allí, donde todo era “no más extraño que cualquier otra cosa que pudiera ser posible y real en un campo de concentración, el derecho y el revés, todo allí era posible”.

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