
A partir de
La amiga estupenda, de Elena Ferrante
“Se comportaban de una manera que no se veía siquiera en los poemas que estudiaba en la escuela, en las novelas que leía. Estaba perpleja”
Raffaella Cerullo, Lina y, para su amiga Elena Greco, Lenuccia, era Lila, la madre de Rino, ha desaparecido a sus 66 años, después de vivir toda la vida en Nápoles con su egocéntrico y egoísta hijo, y sin dejar nada de nada de nada de ella en su casa. “Hace por lo menos treinta años que me dice que quiere desaparecer sin dejar rastro, y solo yo sé qué quiere decir”. Eso de no dejar nada de nada de nada, exageró, como siempre, pero “veremos quién se sale con la suya, me dije. Fue entonces cuando encendí el ordenador y me puse a escribir hasta el último detalle de nuestra historia, todo lo que quedó grabado en la memoria”.
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¡Ay, esto de nunca querer dejar al otro salirse con la suya!
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Y fue recordando y escribiendo: el inicio de su amistad, con sus seis o siete años, donde lo que dominaba era el sentimiento de “la fascinación de la que era presa. Me ejercité para aceptar de buen grado la superioridad de Lila en todo, y también sus vejaciones”, era mala y decidida y terrible, para su amiga, deslumbrante; en medio de ese barrio plagado de pobreza y violencia. En la adolescencia, sus cambios, de ser las destacadas en la escuela primaria a las últimas y con esfuerzo en los primeros años de la secundaria hasta volver a destacarse nuevamente, la menstruación, los cambios en el cuerpo y en el ánimo: todos sus malestares; mientras tanto, afuera por así decir, en el barrio “muchas cosas cambiaron ante nuestros propios ojos, pero día tras día, de modo que no nos parecieron verdaderos cambios”; el barrio se dividía quienes prosperaban y quienes eran unos don nadie, y ellas, Lila en primer lugar, querían ser ricas; a la vez que pervivían las atávicas costumbres: la justicia se hace a los golpes; “pensé en el barrio como en un torbellino del que era ilusorio tratar de salir”. Padres e hijos: amor y odio. La amistad: amor y rivalidad. El amor: alegría y pesar. Los caminos, juntas, paralelos y divergentes.
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Historias triviales, que enseñan, si las aceptamos como tales.
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Historias triviales. Salvo que pensemos que “no hay gestos, palabras, suspiros que no contengan la suma de todos los crímenes que han cometido y cometen los seres humanos … Ese hizo la guerra y mató, ese aporreó a la gente y obligó a tomar aceite de ricino, ese denunció a un montón de personas, ese le hizo pasar hambre hasta a su madre, en esa casa torturaron y mataron, por estas piedras marcharon e hicieron el saludo romano, en esta esquina repartieron palos, el dinero de estos viene del hambre de esos de ahí, este coche se lo compraron vendiendo en el mercado negro pan hecho con polvos de mármol y carne podrida, esa carnicería nació robando cobre y asaltando trenes de mercancías, ese bar existe gracias a la camorra, el contrabando y la usura … puso motivos concretos, caras comunes al clima de tensión abstracta que de niñas habíamos respirado en el barrio. El fascismo, el nazismo, la guerra, los aliados, la monarquía, la república, ella hizo que se convirtieran en calles, casas, caras, don Achille y el mercado negro, Peluso el comunista, el abuelo camorrista de los Solara, el padre Silvio, más fascista que Marcello y Michele, y Fernando, su padre zapatero, y mi padre, todos, todos, todos estaban ante sus ojos manchados hasta la médula por culpas tenebrosas, todos criminales contumaces o cómplices aquiescentes, todos comprados con migajas. Ella y Pasquale me encerraron en un mundo terrible del que no había escapatoria”.
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Entonces, sí, historias triviales, aunque recordadas, también, para hablarnos de otras cosas. Porque aquello sería una exageración y una injusticia, culpables son los que son culpables, no todos por igual. En las cosas grandes, y en las pequeñas también.
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Elena, enamorada de Nino Sarrate, tan igual a Lila, tan diferente de su padre, Donato. “Nino mira siempre enfurruñado, sus ojos ven más allá de las cosas y las personas y parecen asustarse; Donato siempre tiene una mirada dispuesta a adorar la apariencia de las cosas o las personas y no hace más que sonreír. Nino tiene algo que lo reconcome por dentro, como Lila, se trata de un don y un sufrimiento, no están contentos, no se sueltan, temen lo que ocurre a su alrededor; este hombre, no, parece amar todas las manifestaciones de la vida, como si cada segundo vivido fuera de una limpidez absoluta. A partir de esa noche, el padre de Nino me pareció un remedio sólido no solo contra la oscuridad en la que me había sumido su hijo al marcharse después de un beso casi imperceptible, sino también —me di cuenta con asombro— contra la oscuridad en la que me había sumido Lila al no contestar nunca mis cartas. Ella y Nino apenas se conocen, pensé, nunca se han tratado, y, sin embargo, ahora los encuentro muy parecidos: no necesitan de nada ni de nadie y siempre saben qué está bien y qué está mal”.
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Y surgen de las pequeñas cosas, esas preguntas que pueden revelarnos a nosotros mismos, naciendo confusamente de esas amistades tan dispares.
Al final, siempre vamos a los demás, para volver a nosotros mismos, y tal vez -sólo tal vez-, entonces, poder volver a los otros.
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Tan seguros Lila y Nino, sí, “pero ¿y si se equivocan?”.
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¿Y si aciertan? El barrio, las vidas que viven allí, con sus miserias, sus violencias, sus abusos, sus hipocresías y falsedades, las maldades de las personas bondadosas, las bondades de las malvadas, todo eso en lo que estaban sumidas. Y también están allí, los inesperados caminos de la vida. Sus historias triviales -¿distantes de cualquier novela, tanto como para dejarnos perplejos?- materia de una -esta- novela. Sobre todo, afincados allí en las historias triviales, están Lila y Stefano su novio, para escapar del cerco del barrio.
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Porque a Lila, terrible, malvada, con su rencorosa familia, que no había podido seguir la brillante carrera de estudios de Elena pero con brillante inteligencia estudiaba por su cuenta, “cuando la veías, desprendía un fulgor que era como una violenta bofetada a la miseria del barrio … Aunque ella y yo seguíamos viviendo en el mismo barrio, aunque habíamos tenido la misma infancia, aunque celebrábamos las dos nuestro decimoquinto cumpleaños, de repente habíamos ido a parar a dos mundos distintos”.
Y así, escapaba del barrio, de una manera igual de trivial que estas historias, sencilla, apacible. Lila y Stefano sabían que “a la gente de esa ralea se la combatía conquistando una vida superior propia, de esas que ellos eran incapaces de imaginar siquiera”.
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¿Cambian algo, lo perpetúan; se puede conquistar una vida superior manteniéndose todo tal como está?
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Cuando Elena se enteró del próximo casamiento de Lila y Stefano, sintió “con mayor fuerza que nunca la insignificancia del camino de los estudios”. Y por otro lado, baste la imagen de la nueva Lila, una “Jacqueline Kennedy de barrio”. Y tenía un fondo bueno: cuando Elena le dice que está próxima a terminar sus estudios, Lila le dice que debe seguir estudiando, que ella se los pagará: “Tú eres mi amiga estupenda, tienes que llegar a ser la mejor de todos, de los chicos y las chicas”. A la vez que para la madre de Elena que la comparaba con Lila y su próspero casamiento, estudiar era una inútil pérdida de tiempo.
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¿Se sale del barrio sin salir del barrio; peor aun, puede salirse alguna vez; y, de la mano, se puede tomar distancia de toda novela con una novela hecha de historias triviales, como si no hubiera habido otras antes? Quién sabe. Podemos saber sí que al final, siempre vamos a los demás, para volver a nosotros mismos, y tal vez -sólo tal vez-, entonces, poder volver a los otros. Y toda novela puede permitirnos vivirlo y conocerlo.