
A partir de
Claus y Lucas, de Agota Kristof
La guerra y sus tragedias. Las tragedias de la vida cotidiana, de uno cualquiera de nosotros, de una familia, por ejemplo, lo que llamamos “aquello” porque tragedia le queda muy grande, o muy chico. “¡Qué mundo de desgracias! ¡Pobres niños! ¡Pobre mundo!”
Tiempos de sobrevivencia. Cuando todo duele.
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Al decidir proseguir sus estudios solos, niños arrancados de su mundo por la guerra, tomaron algunas decisiones importantes: “la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos”. ¿Es posible esto tan sencillo, tan complejo? Tienen su método: “precisión y objetividad … Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos”.
Y así es su historia, que parece, lejana en el tiempo, tan irreal; y que parece no querer abandonar nunca este mundo, repitiéndose sin pausa en un lugar o en otro.
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Sobrevivir. La madre lleva a sus gemelos Claus y Lucas a la casa de su madre: “Ya no tenemos nada que comer en casa, ni pan, ni carne, ni verduras, ni leche. Nada. No puedo alimentarlos”, a la que no ve hace diez años y quien entonces se lo reprocha, y por eso le replica: “Solo me gustaría que mis hijos sobreviviesen a esta guerra”.
Perder la niñez en un instante. Se quedaron. “Nosotros la llamamos abuela. La gente la llama la Bruja. Ella nos llama ‘hijos de perra’”. Sólo los alimenta a cambio de trabajar en las labores de la casa: las frutas y verduras, los cerdos, cabras, pollos y conejos, que cría y vende en el mercado. No los cuida, como hacía su madre, no hay allí baño, ni dentífrico ni jabón, nada queda de las mudas que llevaron: “Ahora tenemos un olor mezcla de estiércol, pescado, hierba, setas, humo, leche, queso, barro, porquería, tierra, sudor, orina y moho. Apestamos como la abuela”.
Sí, haber llegado a otra vida, a otro mundo, tan próximo, tan distante de su hogar: “Los golpes duelen, nos hacen llorar. Las caídas, los arañazos, los cortes, el trabajo, el frío y el calor también son causa de sufrimiento”.
Perder hasta sus nombres, a cambio de ningún otro: “La abuela nos dice: —¡Hijos de perra! La gente nos dice: —¡Hijos de Bruja! ¡Hijos de puta! Otros nos dicen: —¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos! ¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Gamberros! ¡Sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes! ¡Criminales!”.
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¿Cómo sobrellevar todo esto? Hay varias maneras.
Una, endurecerse. Buscan endurecer el cuerpo: se pegan a sí mismos para no sentir dolor. Buscan endurecer el espíritu: se insultan el uno al otro hasta no sentir vergüenza, “queremos acostumbrarnos a los insultos y a las palabras que hieren”.
Otra, olvidar. “Están también las palabras antiguas. Nuestra madre nos decía: —¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! ¡Mi vida! ¡Mis pequeñines adorados! Cuando nos acordamos de esas palabras, los ojos se nos llenan de lágrimas. Esas palabras las tenemos que olvidar, porque ahora ya nadie nos dice palabras así y porque el recuerdo que tenemos es una carga demasiado pesada para soportarla”.
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Hay otra manera. Más sistemática. Dolorosamente sistemática. Lo que llaman los “ejercicios”: hacer uno de ciego y el otro de sordo; dar a otro por el deber de caridad, sin ninguna emoción; hacer de mendigos; no comer nada por dos días y soportar la comida deliciosa que la abuela decidió hacer justo en ese momento y por primera vez desde que allí llegaron, “ejercicio de ayuno”; robar, “ejercicio de habilidad”; quedarse quietos por horas, sus “ejercicios de inmovilidad”; los golpes que se daban, sus “ejercicios de endurecimiento”.
En realidad, una manera de vivir la vida sin vivirla. Con distancia. Sin emociones. Solo como un deber. Como un aprendizaje de sobrevivencia. Como un obligarse a aceptar lo inaceptable de la vida: Resignación; Humillación; Acostumbramiento. Deciden matar ellos mismos el pollo que comerán cada domingo, la abuela, burlona casi sádica les dice que les gusta retorcerle el cuello a un pollo, y ellos: “No nos gusta. Y por eso tenemos que acostumbrarnos”, es que “solo queremos vencer el dolor, el calor, el frío, el hambre, todo lo que duele”.
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Ejercicios.
Eso exige un mundo que te obliga a tener que sobrevivir.
Ejercicios de sobrevivencia. Resignación; Humillación; Acostumbramiento. Podrían ser otros.
¿Cómo es que era, cómo sería la vida, sin tener que estar permanentemente ocupados en nuestros ejercicios de sobrevivencia?
Afrontar el dolor que todo lo inunda, con el dolor sistemático y controlado -o así lo creen- de sus ejercicios.
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Así crecieron, se educaron, se auto-educaron. Hasta que terminó la guerra. Llegaron otras calamidades, traídas por el ejército liberador, por la ocupación de su país por el ejército liberador, con fotos del líder de su país en todas partes, por una frontera inexpugnable. Allí, se separan. Lucas queda en la casa de la abuela, y todo parece invertirse: se abandona completamente, sufre de soledad, también lo invade el amor puro, acoge a la repudiada Yasmine y su hijo maltrecho Mathias, también ayuda a otros desamparados, el cura, Clara la bibliotecaria, el viejo ingeniero de una antigua fábrica, Judith la directora del orfanato: todas las desgracias que sobrevinieron tras la guerra, con el nuevo régimen, a las desgracias de la guerra. Claus huye al extranjero, viviendo en “una sociedad basada en el dinero, [donde] no hay lugar para las cuestiones que conciernen a la vida. He vivido treinta años en una soledad mortal”.
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Vivieron, cada uno a su manera “el dolor de la separación”, viviendo cada uno, aunque separados por la frontera infranqueable en dos sociedades tan extrañas entre sí, las mismas desgracias, las mismas soledades; habían sido una unidad, parecía que ya no lo serían, pero siguieron siéndolo.
Es que, muchos así lo creían, no habían existido un Claus y un Lucas, no había más que un cuaderno que registraba esas dos vidas. Sí había existido otro, un mayor, un abuelo, un padre, un otro Klaus-Lucas.
Porque, tal vez, uno es el sueño del otro, y cruzamos la vida sin encontrar nada, descubriendo que “no hay nada, en ningún sitio”.
Porque, tal vez, más simplemente, la soledad es insoportable.
Porque, tal vez, algo se necesita hacer, escribir, contra la amargura de la vida.
Porque, tal vez, no hay tal “descripción fiel de los hechos”, sino que “trato de escribir historias verdaderas, pero que, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla … intento contar mi historia, pero no puedo, no tengo valor, me hace demasiado daño. Entonces lo embellezco todo y describo las cosas no como sucedieron sino como yo querría que hubieran sucedido”; “cosas inventadas. Historias que no son verdad, pero que podrían serlo”.
Hay vidas, reales e imaginarias a la vez, en las que todo se confunde en este pobre mundo surcado de desgracias.
Y cada vida es todas las vidas, un sino, un destino.
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Claus y Lucas, un destino. El propio, el de su país sin nombre. Un hombre en una taberna había entonado una triste canción prohibida: “Este pueblo ya ha expiado el pasado y el porvenir”.
Pero la expiación no es suficiente; redención se necesita.
(Libros del Asteroide. Traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué)