A sangre fría, de Truman Capote

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A sangre fría, de Truman Capote

La culpa de los otros. “Quizá sí, quizá hice algo mal. Sólo que no puedo saber qué”, decía tras conocer el crimen de Dick su madre.

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El aleteo de la mariposa. Hasta 1959, en el pequeño pueblo de Holcomb, Kansas, “el drama, los acontecimientos excepcionales, nunca se habían detenido allí”. Tras el asesinato a sangre fría de los Clutter, padre, madre, hija e hijo adolescentes, en ese pueblo que no echaba la llave de sus casas, se “encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron extrañamente, como si no se conocieran”.

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Lo injusto. Los Clutter era una buena familia de gente bondadosa. “¿Cómo era posible que tanto esfuerzo, tanta virtud, pudiera de la noche a la mañana, haberse reducido a eso?”.

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Fue totalmente casual. Ni Dick ni Perry habían estado nunca por allí, ni nada sabían de la existencia de los buenos de los Clutter. Fue un dato casual, un tal Floyd detenido en la misma prisión que Dick y Perry había sido brasero en el campo de los Clutter, dio como cierto lo que suponía: había en la casa una caja fuerte con miles de dólares, y a por ellos fueron los dos al ser puestos bajo libertad condicional. Por los dólares, y dispuestos a no dejar ni un testigo: todos allí morirían. Y el asesinato fue brutal.

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Siempre está la pregunta por lo motivos. Los hay, no los hay. Una historia de abusos; de privaciones; un entorno violento…

Y hay un tipo humano misterioso, incomprensible. “El asesino nato”, alguien “absolutamente cuerdo pero sin conciencia y capaz de llevar a cabo, con o sin motivo, los mayores crímenes con la máxima sangre fría”.

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Hay la fascinación de contarlo. Y escapa de tal modo a todo intento de entender algo de todo aquello que ha debido trastocarse los modos de contarlo. El relato frío, descriptivo, objetivo, de crónica habitual, no sería capaz de intentar hacer comprensible lo incomprensible. Aparecen los detalles de la invención: Era un sábado próximo a la Navidad, el detective “Dewey atrapado en su coche por el tráfico levantó la vista para mirar las guirnaldas de acebo que colgaban cruzando la calle…”

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La imaginación que inventa no es sólo la del escritor. En el pueblo se imaginaban temerosos que cualquier de ellos podría ser el siguiente. “La imaginación puede abrir cualquier puerta, girar la llave y dejar paso al terror”.

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La sangre fría para matar no es sólo de los asesinos. La condena, a la pena de muerte por la horca, “también se hará a sangre fría”.

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Todo queda entremezclado: la vívida imaginación del terror, la herramienta de la imaginación para escribir; la sangre fría del asesino, la sangre fría del que ajusticia; lo racional y lo irracional. Y todo queda en el lamento profundo e impotente de la madre: “no puedo saber qué”, que, acaso, resuma la inescrutable vida que reduce a la pretenciosa humanidad.

(Sudamericana. Traducido por: Fernando Rodríguez)

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