
“El amor que su familia siente por Hannie se expresa perfectamente al interior de su habitación. Una alfombra roja extendida sobre el suelo de madera, siempre impecable, es la perfecta demostración práctica. La cama tendida, con una manta turquesa y un pequeño apoyapies amarillo.
Su mesita de luz, con dos cajones. Flores y frutos en un canasto junto a la ventana. Cortinas floreadas al lado de una lámpara con el exacto mismo estampado. Y un tocador, donde está su peine lleno de cabellos rojos, una silla, perfume y una gran cantidad de objetos personales metidos en cajones.
Pero lo que más resalta en la habitación, es el cuadro de Henriette Roland Holst a los pies de la cama. Con su cara extremadamente seria, sin vestigios de sonrisa, una palidez desorbitante, las manos puestas una sobre otra en lo que parecería ser una especie de bastón que no puede verse en el cuadro y una lúgubre túnica negra, que acompaña su cabello recogido. Detrás de ese rostro, había cientos de palabras e ideas que Hannie estudiaba, ya en su corta edad, minuciosamente.
La había descubierto en la biblioteca de su padre, en un libro que descansaba polvoriento, muy abajo, con un lomo azul, cuyo primer texto se redactaba como “De Arbeid”, lleno de postulados socialistas, destacando la importancia del compromiso social y el rol determinantemente revolucionario del trabajo. Páginas más adelante, Hannie leía en voz alta, mientras caminaba por la alfombra roja, perfectamente tallada: «Durante la preparación y en la primera fase de la revolución proletaria, la moral comunista proletaria es precisamente una moral de lucha”. Y repetía, una y otra vez, las frases, hasta aprendérselas de memoria. “Una moral de lucha”.
Le parecía que las horas no pasaban, cuando cansada del afuera, se sumergía en su habitación, a puertas cerradas, para repasar incansablemente aquellos versículos, que como palabras sagradas, se le iban quedando tatuadas en su psiquis, hasta el resto de sus días. Dolida, movía los brazos con expresiones sinceras y decía: “Los trabajadores sufren de angustia física. Sienten así, odio a una sociedad que sofoca lo mejor de ellos y surge el deseo de cambiar esa sociedad.” Y repetía: “Cambiar esa sociedad”. “Cambiar esa sociedad”. Colocando cada vez expresiones más sentidas, más vívidas, como si estuviera frente a un público enardecido. Se miraba en el espejo y levantaba la barbilla, apuntando con el puño hacia el cielo, como si esperara que la mismísima Henriette pudiera escucharla. “Cambiar esa sociedad”. Pero desde el cuadro ni le sonreía, ni la aprobaba. Quieta, silenciosa, Henriette la contemplaba”.