
Píldoras de la crítica. Sade, liberación al modo de un sueño. Georges Bataille
(Apenas un breve extracto para pensar, sin hacer crítica de la crítica, ni hacerse parte de entreveros, ni tener que recorrer estos caminos)
El día de la toma de la Bastilla, Sade llevaba ya diez años prisionero.
Sade, el “carácter provocador que manifiesta toda su vida y toda su obra. Pero este hombre que por haber sido el desenfreno, el desencadenamiento en persona, llevaba diez años encadenado, y que desde hacía diez años esperaba el momento de la liberación, no fue liberado por el «desencadenamiento» de la rebelión. Es corriente que un sueño deje, en la angustia, entrever una posibilidad, que luego arrebata en el último instante: como si sólo la respuesta confusa fuese lo bastante caprichosa como para colmar el deseo exasperado.
La exasperación del prisionero retardó nueve meses su liberación: el gobierno exigió el traslado de un personaje cuyo humor coincidía también con el momento. Cuando la cerradura cedió y la sublevación liberadora invadió los corredores, el calabozo de Sade estaba vacío y el desorden del momento tuvo esta consecuencia: los manuscritos del marqués, dispersos, se perdieron; desapareció el manuscrito de los Ciento veinte días… (libro que en un sentido domina a todos los libros, al ser la verdad del desencadenamiento en que el hombre, en el fondo, consiste, aunque se vea obligado a contenerlo y a callar); la revuelta de la Bastilla, en vez de liberar a su autor, extravió el manuscrito de ese libro que significa por sí solo – o por lo menos fue el primero en significarlo -, el horror de la libertad. El 14 de julio fue verdaderamente liberado, pero al modo oculto como libera un sueño.
Más tarde se recuperó el manuscrito (ha sido publicado en nuestros días) pero el marqués permaneció sin él toda su vida: lo creyó perdido para siempre y esto le abrumó: era «el mayor mal, escribe, que el cielo podía reservarle», murió ignorando que lo que él imaginaba perdido iba a ocupar más tarde un lugar entre los ‘monumentos imperecederos del pasado’…
La esencia de sus obras es destruir: no sólo los objetos, las víctimas que entran en escena (que sólo están allí para responder a la rabia de negar), sino también al autor y a su misma obra. Puede ser que en definitiva la fatalidad, al querer que Sade escribiera y fuese despojado de su obra, tenga la misma verdad que su obra: que transmite la mala nueva de un entendimiento de los vivos con lo que les mata, del Bien con el Mal y, cabría añadir: del grito más fuerte con el silencio…
el sentido de esa obra infinitamente profunda está en el deseo que el autor tuvo de desaparecer (de resolverse sin dejar huella humana): porque ninguna otra cosa estaba a su medida…
Entendámonos; nada sería más inútil que tomar a Sade al pie de la letra, en serio. Sea cual sea el aspecto bajo el cual se le aborde, siempre se nos habrá escabullido. De las diferentes filosofías que presta a sus personajes no podemos quedarnos con ninguna … La clave de estas contradicciones es sin duda una frase que nos da directamente su pensamiento (de una carta del 26 de enero de 1782, fechada «en el gallinero (el torreón) de Vincennes» y firmada Des Aulnets -como si el sello de su verdadero nombre fuera incompatible con una afirmación mora)l: ‘¡Oh, hombre! a ti te toca pronunciarte sobre lo que está bien y lo que está mal… Tú quieres analizar las leyes de la naturaleza, y tu corazón… tu corazón en el que la ley está grabada es a su vez un enigma al que tú no puedes dar solución’…
Su cuestión: la del Mal al que amaba y el Bien al que condenaba. Sade, en efecto, que amó al Mal (toda su obra intentaba hacer deseable el Mal), al no poder condenarlo, tampoco podía justificarlo…
La imaginación de Sade ha llevado hasta el límite ese desorden y ese exceso. Nadie, a menos que no le preste oídos, termina los Ciento veinte días… sin estar enfermo: el más enfermo es desde luego aquel que se siente enervado sexualmente por esta lectura.
Esos dedos partidos, esos ojos, esas uñas arrancadas, esos suplicios en donde el horror moral agudiza el dolor, esa madre que se ve conducida por el engaño y el terror al asesinato de su hijo, esos gritos, esa sangre vertida entre tanta fetidez, todo al fin se suma para producirnos la náusea. Nos supera, nos asfixia y produce, al mismo tiempo que un agudo dolor, una emoción que descompone y que mata.
¿Cómo se atrevió? Y sobre todo, ¿cómo pudo? El que escribió esas páginas aberrantes lo sabía, estaba llegando al último límite imaginable: no hay nada respetado que él no ridiculice, nada puro que no mancille, nada amable que no colme de horrores.
Cada uno de nosotros se ve personalmente afectado: por poco que nos quede de humano, ese libro ataca como una blasfemia, y como una enfermedad del rostro, a todo lo más querido, lo más santo. Pero ¿y si seguimos adelante? Ese libro es el único ante el cual el espíritu del hombre está a la medida de lo que es. El lenguaje de los Ciento veinte días… es el del universo lento, que degrada con golpe certero, que martiriza y destruye la totalidad de los seres a los que dio vida.