
“A medida que se intensificaba la vida interior de algunos reclusos, apreciábamos también la belleza del arte y de la naturaleza con una emoción desconocida. Bajo su influencia olvidábamos a veces las terribles condiciones de nuestro entorno. Si en el trayecto de Auschwitz a un campo de Baviera alguien hubiera visto, asomados a los ventanucos de los vagones del tren, nuestros rostros radiantes al contemplar las cimas de las montañas de Salzburgo, refulgentes por la puesta de sol, no habría creído que fuésemos hombres que habían perdido toda esperanza de vida y libertad. A pesar de ellos -o tal vez precisamente por ello- nos maravillaba la belleza de la naturaleza, de la que nos privó tanto tiempo el cautiverio.
Incluso sucedía que, en pleno trabajo, un prisionero atraía la atención de su compañero señalándole un resplandeciente crepúsculo tras las altas copas de los bosques bávaros (como en la famosa acuarela de Durero) en los mismos bosques donde construíamos un enorme almacén secreto de munición”.