
A partir de
La historia de las aventuras de Joseph Andrews, de Henry Fielding
y de su amigo Mr. Abraham Adams escritas a imitación de la manera de Cervantes autor de Don Quijote
[Dejemos andar solo sus caminos a Joseph Andrews, ese “hombre tan alegre” que servía en lo de sir Thomas Booby y llamó la atención del vicario Abraham Adams por su bondad, y que, decidido a seguir el ejemplo de su hermana Pamela [la de Richardson, que además, en otro casi cervantismo, aparece como personaje al final], resiste los embates para que pierda su castidad -que nos muestran, mientras critica con humor ligero, con ironía, la hipocresía, así como la degradación de la ciudad, las clases altas, la vanidad-, y entonces caminemos junto a Abraham Adams, este otro casi quijotesco -ya veremos- andante por los caminos rurales de la Inglaterra del siglo XVIII].
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Conozcamos entonces a Abraham Adams, “hombre de gran erudición. Conocía perfectamente el griego y el latín, y a esto añadía una notable familiaridad con los idiomas orientales. Era también capaz de leer y traducir el francés, el italiano y el español. Había estudiado con gran aplicación durante muchos años y había acumulado un tesoro de saber que muy raramente llega a encontrarse, ni siquiera en una universidad. Era por añadidura hombre de muy buen sentido, gran talento y excelente humor, pero tan ignorante al mismo tiempo de la sabiduría mundana como un niñito recién nacido. Como nunca tenía la menor intención de engañar a nadie, jamás sospechaba que los demás quisieran engañarlo a él. Aunque generoso, cordial y valiente hasta la temeridad, la sencillez era, sin embargo, lo más característico en él”. Bueno, sabio de los libros, ignorante de la vida, con sus maldades e hipocresías, dado que todo lo medía con su propia medida, la bondad.
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[Podríamos entonces decir que, antes que lanzarse a quijotescas aventuras, podríamos llamarle “Abraham Adams, el Bueno”, tal como conocimos a Alonso Quijano, el Bueno].
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Mr. Adams, que se dirigía a Londres a vender a un editor sus Sermones, paró a descansar en una taberna donde encuentra malherido a Joseph, por haber sido rudamente asaltado en el camino, que volvía de Londres en busca de su amada, Fanny, tras haber rechazado las insinuaciones de Lady Booby y por esto ser despedido. Como había olvidado los Sermones que llevaba para vender y para acompañar a Joseph, retoman juntos el camino.
Va distraído, ni siquiera ve lo que tiene delante ante sus ojos, perdido en sus lecturas de Esquilo. Y a cada paso del camino, en cada posada en la que se detienen, ve sin reconocer la hipocresía y la maldad de jueces, posaderos, clérigos, damas, con sus desprecios por las necesidades de quienes estén por debajo de ellos; sus egoístas intereses encubiertos en vacías palabras de fe, generosidad, justicia, castidad, desinterés; su mezquina avaricia; sus arrogantes caprichos de la pasión. ¡Oh, mundo real, al que no pertenece Mr. Adams mirándolo con los ojos de su propia bondad, distraído con sus lecturas de Esquilo! Una y otra vez pone “de manifiesto su inexperiencia sobre las cosas de este mundo”. O, más bien, una particular experiencia, mediada, casi quijotesca, más bien iluminista: “¿Me puedes decir qué ventajas podía reportarle engañamos con sus manifestaciones de afecto? [pregunta Adamas]. «No soy quién», contestó Joseph, «para explicarle a una persona tan instruida como usted el comportamiento de los seres humanos». «Tienes razón», respondió Adams; «sólo se aprende a conocer a los hombres en los libros; para eso están Platón y Séneca; y me temo, hijo mío, que esos autores no los has leído nunca».
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[Materia de larga disputa. La realidad real, la realidad de los libros; el saber, la experiencia. Sólo algunas décadas después, Emily Dickinson en un bello verso nos decía: “Para viajar lejos no hay mejor nave que un libro”.
Adams fue engañado con las falsas promesas de un noble. Un buen tabernero le salva, y después discuten sobre cómo fue engañado: creyó en el bondadoso semblante del noble. “«Si hubiera viajado tanto como yo», dijo el tabernero, «y hubiera conversado usted con personas de procedencias tan diversas, no daría ningún valor al semblante de un hombre. ¡Síntomas! Mirando la cara de un hombre se puede averiguar si ha tenido la viruela, pero nada más». Con esta parrafada, el tabernero demostró tan poco respeto por la observación de Adams que el vicario se sintió picado en lo más vivo y, sacándose la pipa de la boca, respondió así: «Señor mío, quizá haya viajado yo más que usted sin necesidad de barco. ¿Se imagina que cruzar ciudades o recorrer países es viajar? Pues no es cierto. Coelum non animam mutant qui trans mare currunt. Llego yo más lejos en una tarde que usted en todo un año. Vamos a ver: imagino que habrá usted visto las columnas de Hércules e incluso las murallas de Cartago. Sin duda habrá oído a Escila y habrá visto a Caribdis; conocerá el lugar donde se encontró a Arquímedes al tomar Siracusa. Imagino que habrá navegado entre las Cíclades, pasando el famoso estrecho que toma su nombre de la desgraciada Hele, cuyo trágico destino tan bellamente describe Apolonio de Rodas; habrá visitado usted, espero, el sitio exacto donde Dédalo cayó al mar cuando el Sol derritió sus alas de cera; habrá atravesado el mar Euxino, no lo pongo en duda; incluso llegado hasta orillas del Caspio, deteniéndose en Colchis dispuesto a encontrar otro toisón de oro». «No, señor», contestó el tabernero, «nunca he fondeado en ninguno de esos sitios». «Pues yo he estado en todos ellos», replicó Adams … «Amigo mío», exclamó Adams, «si no tiene educación, un hombre que se embarca para recorrer el mundo, aunque fondee en todos los puertos, volverá a su casa tan ignorante como salió de ella»”; sí, más hermano de la Ilustración que de don Quijote: más todavía: “¿no es por ventura más digno del nombre de historia un libro como el que recoge las hazañas del famoso Don Quijote que los volúmenes del padre Mariana? Mientras éste queda limitado a un particular período de tiempo y a una sola nación, aquél narra la historia del mundo en general, al menos de esa parte refinada por las leyes, las artes y las ciencias; extendiéndose desde que esto sucedió por vez primera hasta hoy, y aún más allá, porque también tendrá aplicación en el futuro mientras persistan las mismas circunstancias” tendrá aplicación: una indagación sobre la naturaleza humana, una reflexión práctica].
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De otra posada apenas pudieron lograr salir debido a que no tenían cómo pagar su breve estadía, ni “ricos ni piadosos”, les ayudaron y finalmente “se vieron socorridos por la caridad de un pobre vendedor ambulante”, por lo que no es de extrañar que “si consideramos las dificultades que encontraron para escapar de entre sus muros, nuestros viajeros podrían haber creído castillo con más razón que don Quijote tuvo nunca para creerlo de las que le dieran alojamiento”.
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[Aunque, más allá de las aventuras en el camino, nos muestra las bajezas humanas realzadas por algo ante- quijotesco, por así decir: otra vez: antes que quijotescas aventuras, nos encontramos con un “Abraham Adams, el Bueno”, más hermano que de don Quijote, hermano de Alonso Quijano, el Bueno; que encuentra más fatuos que pícaros, más seriedad que personas dispuestas a divertirse, aunque sea a su costa, con sus locas allá, ingenuas, confiadas acá, maneras de ver el mundo, y de vivir su vida].
El Quijote del licenciado Avellaneda, desembozada, amenazante, infértil réplica. La mujer Quijote de Charlotte Lennox, fértil recreación, contenida sí con los mandatos de género, a aventuras sólo imaginarias. La historia de las aventuras de Joseph Andrews, de Henry Fielding, fértil modelo, ante- Quijote, espada enfundada de la ingenua bondad humana fundada en la lectura infértil para la realidad que nada le enseña, figura de Alonso Quijano, el Bueno.