
“’La Trinidad’ pone en el cielo el terror de misterio.
Este entrañable cuadro representa la soledad del acogimiento del Padre cuando el Hijo mal muerto llega a sus brazos en convalecencia de su dolor humano y la paloma revolotea sobre los dos, inspirando la acogida.
Soledad entre ángeles -los santos no tienen por qué estar presentes-; tienen esos ángeles esa belleza de primer enamoramiento, y la amada misteriosa del pintor, que ha de aparecer muchas veces en sus cuadros, da la espalda al espectador, porque el Greco quiso pintar sus piernas robustas, esas piernas que pierden en su esbozo y su blancor todos los demás detalles de su estructura.
En esta representación del segundo descendimiento, que fue la ascensión a los cielos en cansado vuelo de resucitado, esas piernas son el complejo ultrahumano del cuadro.
Yo diría que esas piernas son las mejores de la pintura, que tanto se ha encarnizado con las piernas.
Están puestas con disimulo, como quien no hace la cosa, y se quedan con toda la atención picaresca del papanata de los museos.
Abandonadas a su palidez, curvadas como en la sorpresa de verlas al desnudarse, rollizas, como si no pudiesen ser bellas para la contemplación, son las piernas que ganaron la atracción del primer encuentro con la mujer inverosímil.
Gravitan con tan erótica pesadez, que hacen que ese cuadro en las nubes toque la tierra y descienda el globo místico gracias a ese lastre femenino.
Cometa hacia los cielos, si ese cuadro ha tenido esa pausada ascensión de siglos, se debe, sobre todo -hay que decirlo por primera vez con sinceridad-, a la cola pesadamente humana de esas piernas, llenas de franqueza letal, de valentía por el revés, de disimulo sin disimulación”.