
“Acteón, el cazador, buscaba sombra y agua para refugiarse del calor del mediodía cuando sin querer llegó al manantial donde Diana se bañaba desnuda junto a su cortejo de ninfas. La diosa era encantadora, pero también una drama queen; bueno, alguien tenía que decirlo, lo dije. El asunto es que montó un escándalo. No se entiende si se puso roja de furia o de vergüenza. Ovidio lo dice infinitamente mejor: ‘El color que suelen tener las nubes cuando las hiere el sol de frente, o la aurora arrebolada, es el que tenía Diana al saberse vista sin ropa’. Al sentirse ultrajada, Diana transformó en ciervo a Acteón y, por si se quedaba corta, le dejó su antigua inteligencia para que tuviera plena conciencia del dolor de la metamorfosis. En La muerte de Actéon la cabeza del joven parece un peluche de esos que se alquilan en casas de disfraces con los cuernos de gomaespuma. Los perros, sus propios perros, que ya no le reconocen, se le echan encima y lo despedazan. Es una tragedia otoñal. A la antigua cuestión de dotar a la naturaleza con sentimientos humanos se la llama ‘la falacia patética’ y acá Tiziano hace uso de ella con maestría. Se puede ver cómo las nubes arrebatadas pasan rápido, como no queriendo mirar; cómo los árboles se ladean imitando la caída de Acteón, amplificando el drama, y cómo el enojo de Diana se irradia y con su flecha, como un agente naranja, aniquila todo a su alrededor, por eso el color chamuscado, la monocromía de marrones y amarillos de la vegetación que crece a sus pies. Todo ese lío por mirar lo que no había que mirar”.