
“Contemplemos esas Prisiones que son, junto con las Pinturas negras de Goya, una de las obras más misteriosas que nos ha legado un hombre del siglo XVIII. En primer lugar, se trata de un sueño. Ningún conocedor en materia onírica vacilará ni un instante ante esas páginas marcadas por las principales características del estado de sueño: la negación del tiempo, la desnivelación del espacio, la levitación sugerida, la embriaguez de lo imposible reconciliado o superado, un terror más cercano al éxtasis de lo que piensan aquellos que, desde fuera, analizan los productos del visionario, la ausencia de lazos o contactos visibles entre las partes o los personajes del sueño y, finalmente, la fatal y necesaria belleza.
Además, y para dar a la fórmula baudelairiana su sentido más concreto, es un sueño de piedra. La piedra formidablemente tallada y colocada por la mano del hombre constituye casi la única materia de las Prisiones; únicamente aparecen a su lado, por aquí y por allá, la madera de una viga, el hierro de un gato o de una cadena; al revés de lo que ocurría en las Vistas y en las Antigüedades, piedra, hierro y madera han dejado de ser sustancias elementales para no ser más que una parte constituyente del edificio, sin relación con la vida de las cosas. El animal y la planta son eliminados de esos interiores en donde reina exclusivamente la lógica y la locura humanas; ni el más mínimo musgo desluce esas paredes desnudas. Los elementos mismos están ausentes o estrechamente subyugados: la tierra no aparece por ninguna paree, cubierta por enlosados o pavimentados indestructibles; el aire ni circula; ni un soplo de viento -en la plancha donde figuran trofeos- anima la seda andrajosa de las banderas; una inmovilidad perfecta reina en esos grandes espacios cerrados.
En la parte inferior de la plancha IX, una fuente de piedra ante la que se inclina una mujer (y tanto el personaje como el objeto parecen escapados de las Vistas de Roma) constituye la única señal imperceptible de la presencia del agua en ese mundo petrificado.
En varias planchas, por el contrario, se halla presente el fuego: asciende el humo de un brasero colocado al borde del vacío, sobre el saliente de una cornisa, y nos recuerda así el brasero del verdugo o el pebetero del mago. En realidad, parece, sobre todo, como si Piranesi se hubiese complacido en oponer la leve e informe ascensión del humo a la verticalidad de las piedras. El tiempo, al igual que el aire, tampoco se mueve; el perpetuo claroscuro excluye la noción de la hora, y la espantosa solidez de los edificios la del desgaste producido por los siglos. Cuando Piranesi no ha podido evitar el introducir en esos conjuntos una viga roída o un noble trozo de ruina antigua, los ha incrustado, como valiosas piedras añadidas, en medio de construcciones sin edad.
Finalmente, ese vacío es sonoro: cada Prisión está concebida como una inmensa caja de resonancias. Al igual que en las Antichità se oía resonar vagamente el arpa eólica de las ruinas, el rumor del viento en las malezas y malas hierbas, el oído alerta percibe aquí un formidable silencio en donde el paso más mínimo, el más ligero suspiro de los extraños y diminutos personajes perdidos dentro de esas galerías aéreas, resonaría de una punta a la otra de las vastas estructuras de piedra. En ninguna parte se halla uno al resguardo del ruido, ni tampoco al resguardo de la mirada, dentro de esos torreones huecos, vacíos por dentro, según parece, y que unas escaleras o unas claraboyas unen a otros torreones invisibles; y esa impresión de exposición total, de inseguridad total, contribuye quizá más que cualquiera otra cosa a convertir estos fantásticos palacios en prisiones.
El gran protagonista de las Antigüedades es el Tiempo; el héroe del drama en las Prisiones es el Espacio. El desnivel, las perspectivas voluntariamente inclinadas abundan también en los álbumes romanos de Piranesi; siguen siendo un procedimiento de grabador preocupado por reproducir la totalidad de un edificio o de un paraje, sus diversos aspectos que el ojo, en realidad, no percibe simultáneamente, pero que el recuerdo y la reflexión reúnen inconscientemente después. Casi en todas partes, en sus vistas interiores de basílicas romanas, Piranesi parece colocarse y colocarnos a la entrada del edificio que está dibujando, como si acabáramos de cruzar su umbral con él. De hecho, ha retrocedido al menos un centenar de pasos, suprimiendo mentalmente la fachada que se alza tras él y tras nosotros, lo que le permite incluir en su dibujo el interior de la iglesia todo entero, pero reduce las figuras situadas en primer término a las dimensiones de transeúntes vislumbrados a media distancia, mientras que los personajes del fondo se convierten en simples puntos dentro de este universo de líneas. La receta da por resultado el aumentar desmesuradamente la desproporción ya existente entre la estatura humana y el monumento elevado por el hombre. El alargamiento o el esviaje de las perspectivas de calles y plazas produce el mismo efecto apartando o alejando las construcciones que estorbaban a la vista, alzando majestuosamente la Fontana di Trevi o los colosos de Mont-Cavallo dentro de un vacío mayor que el espacio libre real, pero que más tarde influirá en los arquitectos y urbanistas del porvenir. En las Carceri, ese juego con el espacio se convierte en lo equivalente de lo que son, en la obra de un novelista genial, las libertades que éste se toma con el tiempo.
Nuestro vértigo ante el mundo irracional de las Prisiones proviene, no de la falta de medidas (pues nunca Piranesi empleó tanto la geometría), sino de la multiplicidad de cálculos que sabemos exactos y que se refieren a unas proporciones que sabemos falsas.
Para que estos personajes situados en una galería al fondo de la sala tengan esas dimensiones de briznas de paja, es preciso que ese balcón, prolongado por otras cornisas aún más inaccesibles, se halle separado de nosotros por horas de camino, y esto, que basta para probar que el sombrío palacio no es más que un sueño, nos llena de una angustia análoga a lo que sería la de una lombriz de tierra que se esforzase por recorrer los muros de una catedral. A menudo, el arranque de un arco cubre, en la parte superior de la imagen, los grados superiores de unas escaleras, y sugiere unas altitudes aún más elevadas que las de los peldaños y rellanos visibles; la indicación de otra escalera que se prolonga más abajo del nivel en donde estamos nos advierte de que ese precipicio sigue también más allá del margen inferior; la sugestión se precisa aún más cuando una linterna suspendida casi al ras del mismo margen confirma la hipótesis de negras profundidades invisibles.
El artista logra convencernos de que esta sala desmesurada está, por lo demás, cerrada herméticamente, incluso por la cara del rectángulo que no veremos nunca por hallarse situada detrás de nosotros. En los pocos casos (planchas II, IV y IX) en que una impracticable salida se abre sobre un exterior a su vez cerrado por cuatro paredes, esta especie de «trompe l’oeil» no hace sino agravar, en el centro de la imagen, la pesadilla del espacio cerrado. La imposibilidad de discernir un plan de conjunto añade un nuevo elemento al malestar que nos causan las Prisiones: casi nunca tenemos la impresión de estar en el eje del edificio, sino únicamente en un radio vector; la preferencia del barroco por las perspectivas diagonales acaba por darnos aquí la sensación de existir en un universo asimétrico. Pero ese mundo privado de centro es, al mismo tiempo, perpetuamente expansible. Detrás de esas salas cuyos tragaluces se hallan cerrados por rejas, sospechamos que existen otras salas todas iguales, deducidas o que deben deducirse indefinidamente en todas las direcciones imaginables. Las leves pasarelas, los aéreos puentes levadizos que se añaden casi por todas partes a galerías y escaleras de piedra, parecen responder a la misma preocupación de lanzar al espacio todas las curvas y todas las paralelas posibles. Este mundo cerrado sobre sí mismo es matemáticamente infinito …
Si esas Prisiones relativamente despreciadas durante mucho tiempo, llaman ahora como lo hacen la atención del público moderno, tal vez no sea, como ha dicho Aldous Huxley, porque esa obra maestra de contrapunto arquitectónico prefigure ciertas concepciones del arte abstracto, es sobre todo porque ese mundo ficticio y, no obstante, siniestramente real, claustrofóbico y, sin embargo, megalómano, no deja de recordarnos aquel en que la humanidad moderna se encierra más cada día, y del que empezamos a reconocer los mortales peligros. Cualesquiera que hayan podido ser para su autor las implicaciones casi metafísicas de las Carceri (o al contrario, su total ausencia), existe, entre las palabras escapadas de labios de Piranesi, una frase que él quizá pronunciara en tono de broma pero que indica que no ignoraba el lado demónico de su propio genio: ‘Necesito grandes ideas y creo que si me ordenasen hacer el plano de un nuevo universo, cometería la locura de emprender esa tarea’. Una vez en su vida, conscientemente o no, el artista ha realizado esa hazaña casi arquimediana, consistente en trazar una serie de dibujos de un mundo construido únicamente por poder o voluntad del hombre: el resultado han sido las Prisiones”.