
A partir de
Silvio en el Rosedal, de Julio Ramón Ribeyro
“Ese simulacro de la felicidad que es la rutina”.
¿Será así?
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Silvio recibió la hacienda lechera de El Rosedal que había comprado su padre poco antes de morir, como “un elefante caído de un quinto piso”: “Todo lo que él había deseado de niño era tocar el violín como un virtuoso y pasearse por el jirón de la Unión con sombrero y chaleco a cuadros, como había visto a algunos elegantes limeños”.
Pensó en venderla. Precavidamente se contuvo. Pensó en entregarla a un administrador, permanecer en Lima y vivir de las rentas que le diera la hacienda. Pero lo cautivó su belleza, y fue allá, y se quedó. Lo disfrutaba.
Hasta que dejó de hacerlo. “Una mañana que se afeitaba creyó notar el origen de su malestar: estaba envejeciendo en una casa baldía, solitario, sin haber hecho realmente nada, aparte de durar. La vida no podía ser esa cosa que se nos imponía y que uno asumía como un arriendo, sin protestar. Pero ¿qué podía ser? En vano miró a su alrededor, buscando un indicio. Todo seguía en su lugar. Y sin embargo debía haber una contraseña, algo que permitiera quebrar la barrera de la rutina y la indolencia y acceder al fin al conocimiento, a la verdadera realidad. ¡Efímera inquietud! Terminó de afeitarse tranquilamente y encontró su tez fresca, a pesar de los años, si bien en el fondo de sus ojos creyó notar una lucecita inquieta, implorante”.
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Creyó entonces encontrar la felicidad, en, llamémoslo, el viaje, ya verdadero, ya de la mente; no el que tiene un destino o un propósito necesariamente, el solo hecho de la acción, que te mantiene variablemente ocupado.
¿Sería así?
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Hasta que hizo un descubrimiento: “los macizos de rosas que, vistos del suelo, parecían crecer arbitrariamente, componían una sucesión de figuras. Silvio distinguió claramente un círculo, un rectángulo, dos círculos más, otro rectángulo, dos círculos finales. ¿Qué podía significar eso? ¿Quién había dispuesto que las rosas se plantaran así? Retuvo el dibujo en su mente y al descender los reprodujo sobre un papel. Durante largas horas estudió esta figura simple y asimétrica, sin encontrarle ningún sentido. Hasta que al fin se dio cuenta, no se trataba de un dibujo ornamental sino de una clave, de un signo que remitía a otro signo: el alfabeto Morse. Los círculos eran los puntos y los rectángulos, las rayas”.
La tradujo: decía el dibujo: RES. ¿Ganado? No podía ser. La dio vuelta: SER. Algo muy vago. La tradujo creyéndola latín: cosa. También algo muy vago. La consideró una sigla, y empezó a intentar descifrarla: Soy Excesivamente Rico. Serás Enterrado Rápido. Sábado Entrante Reparar. Sólo Ensayando Regresarás. Sócrates Envejeciendo Rejuveneció. Sirio Engendró Rocío. Claramente “las frases que se podían componer a partir de estas letras eran infinitas. Silvio llenó varias páginas de su cuaderno, llegando a fórmulas tan enigmáticas y disparatadas … se había embarcado en un viaje sin destino”.
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Buscó entonces la felicidad en ocuparse de asuntos prácticos.
¿Lo sacaría del vacío interior que lo atormentaba?
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Se dedicó a su hacienda. Aumentó en 100% el rendimiento de su ganado. Se transformó en una lechería modelo.
No. “Seguía preguntándose para qué demonios había venido al mundo”.
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Probaría algo nuevo y antiguo a la vez.
¿Lo lograría esta vez?
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“O ser, ¿por qué no? lo que siempre había querido ser, un violinista”.
Dio un recital. No lo apreciaron: “crearon en esos momentos una estructura sonora que el viento se llevó para siempre”. Se amargó, dejó de tocar.
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Intentó nuevamente saber si había alguna clave secreta para la felicidad.
¿La encontraría?
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Le llegaron tardíamente libros que había encargado para descifrar aquella sigla. “Descubrió algo que lo dejó atónito: RES quería decir en catalán nada. Durante varios días vivió secuestrado por esta palabra. Vivía en su interior escrutándola por todos lados, sin encontrar en ella más que lo evidente: la negación del ser, la vacuidad, la ausencia. Triste cosecha para tanto esfuerzo, pues él ya sabía que nada era él, nada el rosedal, nada sus tierras, nada el mundo”.
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Hasta que, lo inesperado, lo casual, y lo de siempre.
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Le escribió de la tierra de su padre, Italia, la hija de su rival, pidiéndole que, huérfana, viuda y con una hija, Roxana, la recibiera en su hacienda. Pensó en negarse. Pero vio la firma: Rosa Eleonora Settembrini. RES. Se enamoró de Roxana.
No sucedió nada de lo que esperaba, sino otra cosa.
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Suele ser siempre otra cosa.
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Subió a contemplar una vez más el mensaje cifrado del rosedal. Nada logró ver esta vez. Una cifra tal vez, pero lo desechó. “Y al hacerlo se sintió sereno, soberano … Levantando su violín lo encajó contra su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor.”.
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Acaso el secreto esté en que no hay cifra por descifrar, misterio alguno, búsqueda insaciable, algo que esté allá afuera; apenas, admitir la propia soberanía sobre cada cual. Aunque, probablemente, te deje tocando el violín, solo.