
[Vamos a traer aquí a Carlos Strickland, que es y no es Paul Gauguin, que es el Paul Gauguin de W. Somerset Maugham; igual que su lienzo imponente, que Strickland pintó en las paredes de su cabaña, que Gauguin pintó en un monumental lienzo y que supo que “he dado fin a una obra filosófica temáticamente semejante al evangelio”.
Una rara amistad de Strickland nos cuenta su vida, aquí de este cuadro, conversando con una de las últimas personas que lo vio en Tahití].
“–Nunca he podido sacarme de la cabeza la decoración extraordinaria que revestía las paredes de aquel aposento -dijo, absorbido de nuevo por sus recuerdos-. En ella se encontraba la revelación suprema del ‘yo’ de Strickland. Envuelto en el silencio, seguro de expresarse por última vez, puso en esa obra todo el sentido que atribuía a la vida y todo lo que en ella presentía también. Su existencia no fue sino una dolorosa escuela para esta realización. Tal vez, liberado por fin de su demonio, había conocido la paz, mientras la tranquilidad descendía a su alma huraña y torturada. Ahora podía morir: había alcanzado su objeto.
-¿A qué representaba?
-¡Quisiera poder explicárselo! Una visión del nacimiento del mundo; el jardín del Edén con Adán y Eva, un himno a la belleza del hombre y de la mujer, un himno también a la naturaleza, sublime, indiferente, adorable y cruel. ¿Quién no habría temblado ante aquella afirmación de lo eterno y de lo infinito? Desde que pintó los cuadros que veo día a día, cocoteros, pimientos, bananeros, perales de las islas, todos estos árboles tienen para mí un sentido diferente; me parecen animados de una vida propia. Guardan un secreto que siempre estoy a punto de descifrar y que siempre se me escapa. Strickland empleaba colores que me son familiares; pero sabía comunicarles un valor nuevo. ¡Y esos hombres y mujeres desnudos! Eran de este mundo, sin que, no obstante, perteneciesen a él. Había en ellos algo del barro original y al mismo tiempo algo de divino. La libre expansión de sus instintos primitivos inspiraba cierto extraño temor, porque uno se reconocía en ellos.
El doctor se encogió de hombros y sonrió.
-Usted va a reírse – continuó-. Soy materialista y pienso que el lirismo no conviene en absoluto a un infeliz, a un Falstaff de mi especie. Tal vez parezca ridículo afirmarlo; pero jamás un cuadro me ha enternecido como los suyos. Exagero: sí, conocí un sentimiento análogo en la Capilla Sixtina. Allí también, ante la grandiosidad del artista que pintó aquellos frescos, sentí el mismo respeto mezclado de cierto temor. Aquello era genial, prodigioso, sobrecogedor. Me hundía en mi pequeñez y en mi insignificancia; más uno va dispuesto para esta impresión cuando se acerca a las obras de Miguel Ángel. Nada, en cambio, me había preparado para la punzante sorpresa de descubrir una obra maestra en las paredes de una choza indígena perdida entre las montañas. Por último, Miguel Ángel era sano y normal. Sus grandes obras tienen la serenidad de lo sublime. Las de Strickland eran tan inquietantes como hermosas. ¿Por qué? Lo ignoro. A mi admiración se mezclaba algo de angustia. ¿Conoce usted la inquietud que se siente ante una sala que debe estar vacía y donde, no obstante, uno no puede evitar creer que hay alguien? Se puede razonar, acusar a los nervios…, pero luego cesa la lucha ante la parálisis que comunica el terror de lo invisible”.