
“En el pleno florecer del alma japonesa, desde el siglo XV hasta el XVIII, la inteligencia del volumen, encarnación, en el lenguaje de la forma, del equilibrio filosófico entre las enseñanzas de los sentidos y la labor espiritual, la inteligencia del volumen en un Motonobu y en un Korin (1660-1716), dictó a los pintores las más hermosas de sus composiciones. Aun cuando el arabesco lineal llenaba la hoja por entero y la mancha progresiva no indicaba el volumen ni la materialidad de las cosas, la línea era en ellos tan gruesa y tan flexible, sus empastes y sus sinuosidades respondían de modo tan admirable al modelado animado de los organismos exteriores que parecía tallar la forma en papel. Para ver el arte japonés en el apogeo de su fuerza, hay que mirar hacia Korin. El él viven, se vislumbran o se prolongan todos los maestros nipones, desde Seshiu hasta Hokusai. Y esto ocurre precisamente en el instante en que el Japón se cierra de nuevo para ahondar en sí mismo y en que la enseñanza de los primitivos madura, en unos cuantos años, gracias a la atmósfera recogida de la paz y la unidad moral.
La escuela de Kano y la escuela de Tosa reunían sus conquistas para proporcionar a la sensibilidad de los japoneses una estructura definitiva. Mitsnoki (161-1691) agotaba cuanto de raro y de refinado podría ofrecer al alma aristocrática de la nación, en sus aspectos más preciosos y raros. Tanyu (1601-1674) empleaba su vigor y los bríos de su imaginación en liberar a Kano de las últimas servidumbres chinas. Itschio (1652-1724) luchaba alegremente contra los dioses búdicos y era el primero en penetrar entre los campesinos. Para volver a encontrar la tradición viva y unir las antiguas realizaciones con los nuevos presentimientos, Korin pudo romper impunemente las tradiciones fijas y beber en todas las fuentes.
Dibujante, llenó sus álbumes con esas fuertes siluetas trazadas sin levantar la mano, que encierran, toda la significación específica del objeto, todos los ecos que éste despierta en el vislumbrado universo. Laqueador, pareció inventar de nuevo un arte considerado, sin embargo, desde hacía diez siglos como la verdadera expresión nacional del genio japonés … Decorador, inspiró a generaciones enteras de artífices, que, cien años después de su muerte, continuaban pidiéndole temas, consejos prácticos y métodos de estilización. Cuando derramaba con la punta de su pincel la tinta china o el espeso barniz negro y cuando pulía con polvo de carbón la opacidad de sus lacas doradas, toda el alma antigua y contemporánea del Japón parecía suspensa en su alma para servirle de guía. Tenía la facultad de saber cuál era, en medio de la vida que pasa -unos gorriones en la nieve, un desfile de tortugas, un vuelo de patos silvestres, un cañaveral-, el imperceptible momento que alcanza la eternidad. Viendo una mancha, una sombra, se sentía penetrado por lo absoluto. Parecía abandonar bruscamente su colorido y su forma apenas esbozada, como si una chispa profética le detuviese. Y una hoja de su álbum adquiría las proporciones de un fresco …
Fue de Korin de quien descendió a raudales, sobre el porvenir, la ola cada día más amplia de esas pequeñas industrias que no habían de tardar en dar a todo objeto práctico salido de manos japonesas el aspecto de una obra de arte. Korin, como todos los grandes artistas nipones, sigue siendo un artesano. Y, en el Japón, todo obrero, pintor o laqueador, broncista o herrero, escultor en madera o ceramista, jardinero o carpintero, o, como Hidari Lingoro, Korin y Kenzan, todo ello a un tiempo, puede llegar a ser un gran artista”.