
“Estaba toda excitada esa mañana hace cosa de un mes. Había localizado una acuarela de Cezanne en las profundidades del Museo Nacional de Bellas Artes y pensaba pasar un buen tiempo frente a ella. Siempre supe que Cezanne era un artista superior, como se sabe que en la jerarquía celestial los serafines están arriba del todo. Además, podía recitar de memoria las razones por las cuales el pintor ocupaba un sitio nodal en la historia del siglo XX, pero tenerlo enfrente, estudiarlo por mí misma, era otra cosa: el cuadro se llamaba Recodo del camino.
A medio metro de distancia la pintura parece una lluvia de confeti caída sobre el papel; dos pasos más atrás, la imagen se ordena en un caleidoscopio, un metro más atrás, las pinceladas dejan de ser pinceladas y una naturaleza vitalista (si esa expresión no es un pleonasmo) se te viene encima. Hay paisajes muertos y hay paisajes vivos, y este de Cezanne es de los segundos: en él las piedras, los árboles, la curva del camino, están electrificados como a 20.000 voltios. Me recuerda algo que suelo olvidar: que la tierra guarda en su corazón un brasero que provoca movimientos, erupciones y desvíos y que la vida surgió de la materia, idea científica sobre la Creación que se lleva a las piñas con la religión.
Cezanne también tenía sus ínfulas creadoras. Él quería inventar un lenguaje visual que fuera más honesto con la vida que una descripción literal dela realidad. Los impresionistas, decía, estaban demasiado interesados en la superficie de las cosas (salvo Pissarro, el solemne Pissarro de quien Cezanne aprendió mucho para luego desviar las aguas para su propio lago). Por eso, aunque la pincelada rota de Cezanne es impresionista, la arquitectura de la composición, la forma en que construye el juego a partir del color, es suya ciento por ciento. Cezanne rompió con la vieja distinción entre color y diseño. Por eso admiraba tanto a Poussin como a Rubens y no veía en eso una contradicción …
A Cezanne la Provenza le inspiró sus primeras obras. En esa época buscaba un sabor de eternidad en la naturaleza y sus cuadros de entonces tienen la unidad de un paisaje clásico de Grecia. Más tarde, las pinturas de L’Estaque trazaron la línea de puntos directa entre él y el cubismo (e indirecta hacia casi todo el siglo XX). La serie del monte Santa Victoria es su visión madura en la que la selección y el control gobiernan el cuadro. Pero hacia 1880 Cezanne empezó a aligerar su paleta mediante la acuarela y a restringir los colores a verdes, terracotas y azules casi transparentes. Recodo del camino pertenece a ese época. Es el momento cuando el artista empieza a depurar, a dejar de hacer esfuerzos, esfuerzos visibles, digamos. Virginia Woolf comparaba este momento con el nadar de un pato que se desliza serenamente sobre la superficie mientras por debajo está pataleando como un condenado.
No deja de maravillarme como algo tan chiquito, tiene el tamaño de un ataché médico, puede dar semejante sensación de inmensidad. Sé de memoria que convertir lo fugaz en eterno es la historia del espíritu humano a través de las formas, pero para ser sincera no tengo la más remota idea de cómo se logra, y aunque ahora intente explicarlo es un manotazo de ahogada. Cuando la desesperación me arrastra o me pongo intensa, le pregunto a Paolín: ¿Maestra, es lícito traducir a palabras una obra que nació muda?”.