ARTE Y LITERATURA. Picasso, Velázquez, Goya. Federico Sánchez, Jorge Semprún

“Pablo Picasso había expresado el deseo de que, una vez restablecida la democracia en España, su obra fuera expuesta en el Prado … Para él, el Prado no era una entidad burocrática, sólo era el lugar ideal de un intercambio, de una confrontación. De un enfrentamiento incluso, ¿por qué no? Él quería estar en el Prado para verse confrontado con Velázquez y con Goya, ése era su violento deseo. Que por fin se supiera a qué atenerse, que se viera de dónde venía, de qué tradición. Que se comprendiera hacia dónde había tan obstinadamente caminado esa tradición, cómo su pintura era en su ruptura misma la culminación de aquélla”.

Ese encuentro, enfrentamiento, confrontación entre estos tres pintores; entre España puesta ante su modernidad pictórica; entre la pintura española y su presente y pasado históricos, de la historia de su democracia.

Pasa Jorge Semprún, o Federico Sánchez, junto a la reina Isabel II por las obras de Velázquez, se aproxima a las de Goya. “Me alegro por adelantado, o mejor dicho, tengo curiosidad por ver la reacción de Su Graciosa Majestad ante el retrato de la familia de Carlos IV.

Los ingleses del siglo XVII decapitaron a Carlos I y los franceses del XVIII a Luis XVI. No fueron asesinatos medievales, sino ejecuciones capitales modernas, en cierta medida fundadoras de la modernidad. Muertes sacrílegas, por tanto. No hay modernidad política sin sacrilegio … En España, por el contrario, los tiempos modernos no se inauguran con un regicidio. Más singular aún: la modernidad democrática se ha instaurado finalmente, y sin duda de forma definitiva, por los medios de una restauración programada por la dictadura.

La obra de Goya se sitúa en la fuente histórica de la paradoja, o de la perversidad, de esta relación con la modernidad. Porque si los españoles no decapitaron a su rey. Goya lo ejecutó en su retrato de la familia de Carlos IV. Este no tuvo su cabeza cortada, pero vio desvelada de magistral manera despiadada la bajeza de su alma. Así, parece como si los españoles tuvieran una tendencia a trabajar sobre la apariencia, sobre la imagen simbólica, más que sobre el cuerpo del rey. Nuestros artistas parecen mucho más radicales que los de Francia o de Inglaterra, donde la imagen de la realeza jamás habría sido tratada con tan aguda crueldad”.

“La sala de Las meninas tenía una particularidad: un gran espejo a la derecha del cuadro, si se lo miraba de frente. Aquella superficie reflectante -y tal vez reflexiva- permitía reproducir el juego de puntos de vista que el cuadro propone de manera tan evidente como enigmática”. También “permitía vigilar fácilmente el entorno”, que para la clandestinidad anterior de Federico Sánchez era algo tan necesario que ahora recuerda Jorge Semprún, volviendo a pasar por allí con la reina Isabel II. “El cortejo oficial vuelve a ponerse en marcha, hacia la apoteosis goyesca de La familia de Carlos IV … Nos alejamos de Las meninas. Entonces, y ello sólo me hace sonreír, me acuerdo de Michel Foucault”, por quien conoció personalmente al rey Juan Carlos.

“Su ensayo Las palabras y las cosas se abre con páginas brillantes a propósito de este cuadro. Sumamente brillantes pero sumamente falsas. Diría incluso que de una falsedad radical. Porque no se trata tan sólo de una interpretación discutible -las ha habido y las seguirá habiendo de todo tipo- del juego de espejos en cuanto a los emplazamientos y el punto de vista que el cuadro sugiere irónicamente. Se trata de una visión ideológica que determina la lectura de las significaciones posibles del cuadro, visión inducida por instancias ideales que no tienen relación alguna con la pintura ni con las reglas o desarreglos que le son propios. La visión que enturbia la mirada de Foucault -que la hace muy aguda, más bien, muy brillante, pero ciega a la realidad material e histórica que el cuadro representa, de la que propone astutamente diversas interpretaciones-, esa visión es la del antihumanismo teórico. El hombre ya sólo es un pliegue en el paisaje histórico, una redundancia teórica que el curso de las cosas tiende a difuminar”.

En esos años, no sólo conoció al rey Juan Carlos por Foucault, sino también por el intento de golpe de Estado de febrero de 1981. Al que el rey interpuso su cuerpo, en una situación “simétrica pero inversa” con lo que había sido la inauguración de la modernidad democrática de ingleses y franceses en los siglos XVII y XVIII.

“Está terminando el recorrido oficial, nos hallamos en las salas de Goya”, con la reina Isabel II y el rey Juan Carlos. “Pienso en esa serie inexistente de salas del Prado que comenzaría con Las meninas de Velázquez y concluiría con el Guernica, pasando por los Fusilamientos del 3 de mayo y la pintura negra de Goya. Pienso que debería hacerse sobre este tema por lo menos una exposición temporal, para tomar el pulso de nuestra historia. No sólo de la historia de nuestra pintura. El Guernica es esclarecedor desde un doble punto de vista. Me acuerdo una vez más de Foucault. En su falsa y brillante digresión a propósito de Las meninas, se preguntaba sobre el lugar del rey en el lienzo. Pero sin duda hay que preguntarse primero por el lugar del pintor. Ocupa el centro de la tela de Velázquez, aquel real pintor, todo gira en torno a él, él es quien organiza el espacio de la pintura. ¿El espacio del mundo? Pero en La familia de Carlos IV la figura de Goya ya sólo es una vaga sombra a la sombra del poder. Mejor dicho, el pintor elige la sombra para apartarse del poder real, para tomar sus distancias. En el Guernica ya no hay figura del pintor. Ya sólo queda la Historia, el horror desnudo de la Historia”.

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