A partir de La obra de Emile Zola

A partir de

La obra, de Emile Zola

La crisis de angustia, la duda sobre sí mismo de Claude Lantier.

¿Pero cómo? ¿Acaso no fue el creador y el jefe de una nueva escuela naciente, la escuela del plain air en la pintura, cuando traía consigo el ímpetu, la fuerza, la convicción de ir a conquistar Paris y el mundo? Sí, pero, al mismo tiempo, era incapaz de plasmarla en un cuadro. De lograr la obra maestra, y con ello, el éxito, el reconocimiento, la fama. Sin embargo, se acercaba a la maestría en sus estudios y en sus bocetos; pero nunca en la obra acabada.

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¿Es posible, impulsar un nuevo movimiento que cambiaría la historia del arte, allá en París a fines del siglo XIX, y no lograr plasmarlo?

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¿Por qué esa imposibilidad, fuente de sus sufrimientos, causa de las burlas y humillaciones que los demás le infligían?

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La época, al inicio, no lo permitía, con sus prejuicios y resistencias. Y cuando admitió la nueva escuela, lo hizo sólo cuando ésta se adaptó al gusto medio de un público inculto y despótico. Cuando los mercaderes del arte, cada vez más poderosos, como Gautier, encontraron la manera de hacer millones. Cuando el Emperador vio que la Academia y el Jurado de los Salones con sus rechazos a los jóvenes pintores, generaba un descontento que su dominio no podía permitirse y permitió el Salón de los Rechazados, y permitió después la reforma del salón oficial y la elección del jurado. Cuando el jurado pasó del cerrado rechazo al juego de camarillas e intrigas. Cuando los jóvenes artistas, como Fagerolles, conoció los modos -acercarse a los ricos y poderosos, gestionar su propio éxito- para alcanzar el reconocimiento. Cuando la prensa, también antiguo amigo de Claude Lantier, desde sus columnas de crítica en los medios, creaba o destruía reputaciones.

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Fuerzas demasiado poderosas que lo atenazaban, y no podía crear su obra maestra. Trabajaba sin descanso, obsesivamente, fanáticamente. No era el talento despuntando del sudor. En cambio, no dedicaba un minuto a adaptarse a todo aquello: no adecuaría su pintura al gusto del público, no gestionaría su propio éxito en el estilo de Fagerolles.

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Su querido amigo, el escritor Sandoz creía que aun no se despojaba de resabios del romanticismo y del simbolismo, y eso no le permitía alcanzar su obra maestra.

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El mismo Claude, además de dudar de sus talentos, apuntaba a algo más, que se diluye a lo largo de sus trágicos esfuerzos. Al inicio, se decía, “hace falta otra cosa… ¡Ah, ¿el qué?, no lo sé exactamente! ¡Si lo supiera, sería un grande!”. Años más tarde volvería sobre lo mismo, caminando por las calles de París, buscaba “un golpe de suerte; algo grandioso, decisivo, no sabía exactamente el qué”.

Es que la técnica, el chorro de luz, la pintura al aire libre, en la naturaleza, no era suficiente.

Esto -en una era de técnicas y procedimientos- se diluía en sus angustias, llevándoles a creer, como a él mismo, como a Sandoz, como al consagrado Bongrand, que residía en una cualidad del genio mismo, un medio genio más bien.

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Algo más ha de haber.

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Sí, volvamos a la época, no puede eludirse. Sandoz, es agudo: “Nunca comprenderán que lo que uno aporta de nuevo, cuando se tiene la gloria de aportar algo, cambia las leyes de cuanto se conoce”. Y, agregamos, juzgamos con lo conocido.

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Pero hay, acaso, algo más.

La ambición -la de la buena- es indispensable. Pero, el centro puesto en crear una obra maestra y alcanzar el reconocimiento, puede resultar en una involuntaria trampa, un involuntario límite puesto, sin saberlo, por uno mismo. Y puede, finalmente, resultar mortal, como lo fue para Claude Lantier y su trágico final.

(Penguin clásicos. Traducción de José Ramón Monreal)

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