
Diálogos. La loca de la casa, de Rosa Montero
(No son novelas ni cuentos los textos que aquí acogemos. Pero escritos por un novelista, no es solo crítica o análisis. Es un diálogo entre escritores. Y creación de un espacio literario. Por eso también los acogemos).
De manera resumida, escribir una novela, ¿qué es?
Es transformar en tema tu demonio.
Es “en gran medida vestir narrativamente lo que cuentas”.
Es “sacar a la luz un fragmento muy profundo de tu inconsciente. Las novelas son los sueños de la Humanidad, sueños diurnos que el novelista percibe con los ojos abiertos”.
Es “el esfuerzo de trascender la individualidad y la miseria humana, el ansia de unirnos con los demás en un todo, el afán de sobreponernos a la oscuridad, al dolor, al caos y a la muerte”.
Es partir de otra cosa: “para aprender a escribir hay que leer mucho”.
Pero un resumen nos dice mucho y poco a la vez. Veamos algo más.
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Una autobiografía, con todo lo que tiene de realidad y de ficción entremezclado. “Siempre he pensado que la narrativa es el arte primordial de los humanos. Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos”.
Y que nos hace [sin pretensiones, con ilusiones] a todos escritores. “De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía. Por consiguiente, podríamos deducir que los humanos somos, por encima de todo, novelistas, autores de una única novela cuya escritura nos lleva toda la existencia y en la que nos reservamos el papel protagonista”.
Y quiere hablarnos del oficio de escribir, lo que aquí traeremos, entremezclado entonces con el oficio de vivir.
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Un escritor está escribiendo todo el tiempo. Trabajando sus palabras. Pero. “Pero en el oficio de novelista hay algo aún mucho más importante que ese tintineo de palabras, y es la imaginación, las ensoñaciones, esas otras vidas fantásticas y ocultas que todos tenemos”. Ideas como fulgores que te encantan y que, muchas veces, al plasmarlos, te decepcionan, o desaparecen tal como aparecieron.
La imaginación, la loca de la casa como la llamaba Santa Teresa de Jesús. Fuente pródiga. Aunque no enemiga de la razón que nos explica esa sinrazón, esa fuente saturnal y subterránea: “Esa loca a ratos fascinante y a ratos furiosa que habita en el altillo. Ser novelista es convivir felizmente con la loca de arriba. Es no tener miedo de visitar todos los mundos posibles y algunos imposibles. Tengo otra teoría (tengo muchas: un resultado de la frenética laboriosidad de mi razón), según la cual los narradores somos seres más disociados o tal vez más conscientes de la disociación que los demás. Esto es, sabemos que dentro de nosotros somos muchos”.
Y entonces una novela puede nacer de cualquier circunstancia. “Porque las novelas nacen así, a partir de algo ínfimo. Surgen de un pequeño grumo imaginario que yo denomino el huevecillo. Este corpúsculo primero puede ser una emoción, o un rostro entrevisto en una calle”.
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¿O habrá alguna -¿oposición?, ¿tensión? ¿primacía?- entre razón e imaginación? “He dicho que en los momentos de gracia procuras sobre todo no pensar porque, en efecto, el pensamiento racional y la conciencia del yo destrozan la creatividad, que es una fuerza que debe fluir tan libre como el agua y abrir sus propios caminos, sin que en ello intervengan ni el conocimiento ni la voluntad”. Y si debe intervenir el deber de escribir, de todos modos, hay remedio: “Por supuesto que luego puedes y debes reescribirla, y enmendar los fallos más evidentes e incluso tirar partes enteras de una novela y volver a empezar”.
De todos modos, además, se planifica. “la redacción de una novela es un proceso muy lento; yo suelo tardar tres o cuatro años. De ese tiempo, la mitad lo empleo en desarrollar la historia dentro de mi cabeza, tomando notas a mano en una infinidad de cuadernillos. Cuando ya creo tener la novela entera, y conozco hasta el número de capítulos y de qué va a tratar cada uno de ellos, llega el momento de sentarse frente al ordenador y comenzar la escritura en sí”.
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Podrá ser o no. Pero donde no hay, o no debe haber oposición, es entre imaginación y trabajo. “Y es que no creo en la existencia de las musas. En primer lugar pienso que el bisbiseo de la creatividad, el susurro del daimon … siempre te lo ganas a base de esfuerzo (como decía Picasso, que la inspiración te pille trabajando)”.
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Está esa relación difícil con el poder. Están los mandarines, que siempre lo son a costa de la creatividad. Están los puros, que no son más que fanáticos. Y están los demás, buscando y perdiendo el equilibrio a cada momento. “Para mí el famoso compromiso del escritor no consiste en poner sus obras a favor de una causa (el utilitarismo panfletario es la máxima traición del oficio; la literatura es un camino de conocimiento que uno debe emprender cargado de preguntas, no de respuestas), sino en mantenerse siempre alerta contra el tópico general, contra el prejuicio propio, contra todas esas ideas heredadas y no contrastadas que se nos meten insidiosamente en la cabeza, venenosas como el cianuro, inertes como el plomo, malas ideas malas que inducen a la pereza intelectual. Para mí, escribir es una manera de pensar; y ha de ser un pensamiento lo más limpio, lo más libre, lo más riguroso posible”.
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Todos quieren lectores, muchos lectores. No todos lo logran. Aunque puedan haber creado obras muchos años después veneradas, como Moby Dick, que, al ser rechazada en su época, llevó a Herman Melville al hundimiento moral. Otros escriben una gran obra inicial, y después nada que se le asemeje; otros logran una gran obra después de muchos textos; otros, una buena y otra mala. Es un misterio. Aunque, tal vez simplemente “tengo la sensación de que el buen escritor sólo sabe escribir bien, de la misma manera que el malo sólo es capaz de escribir mal. Cada cual escribe como puede, porque la literatura viene a ser como una función orgánica más, lo mismo que sudar, pongamos, y uno no controla su sudoración, hay gente que chorrea al menor esfuerzo y gente que siempre se mantiene seca”. El fracaso enferma, ahí está Robert Walser; el éxito también, ahí está Truman Capote. Depende de muchas cosas, entre ellas, de “los críticos, esas raras criaturas a menudo tan envidiosas, tan equivocadas y tan esnobs”. Depende de la mirada de los otros. ¿Entonces? Entonces, hay que seguir a los propios demonios. Y con ética, sin venderse. Sin dejarse arrastrar abajo, muy abajo, por la vanidad, contracara de la propia inseguridad.
Además, éxito y calidad no van siempre de la mano. “La historia demuestra que ni el éxito en vida, ni los premios, ni, por el contrario, el fracaso y el aborrecimiento de los críticos, han sido nunca una prueba fiable de la calidad de una obra. Y ni siquiera el tiempo pone las cosas en su lugar, como queremos creer porque necesitamos certidumbres: a veces han caído en mis manos por puro azar novelas de autores antiguos totalmente olvidadas y descatalogadas que, sin embargo, a mí me han parecido buenísimas, y que previsiblemente nunca regresarán del cementerio. Quiero decir que escribimos en la oscuridad, sin mapas, sin brújula, sin señales reconocibles del camino. Escribir es flotar en el vacío”. Otro misterio.
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Hay una cualidad necesaria, mal vista y, confundida con la detestable busca de la fama y el éxito, pero que son cosas diferentes. “Para ser un buen escritor, hay que desear serlo, y desearlo, además, de una manera febril. Sin la ambición disparatada y soberbia de crear una gran obra, jamás se podrá escribir ni tan siquiera una novela mediana”. No basta con esa ambición, pero sin esa ambición, no se puede.
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Y a todo esto, quienes escriben una novela, ¿qué escriben? “La realidad siempre es así: paradójica, incompleta, descuidada. Por eso el género literario que prefiero es el de la novela, que es el que mejor se pliega a la materia rota de la vida. La poesía aspira a la perfección; el ensayo, a la exactitud; el drama, al orden estructural. La novela es el único territorio literario en el que reina la misma imprecisión y desmesura que en la existencia humana. Es un género sucio, híbrido, alborotado. Escribir novelas es un oficio que carece de glamour; somos los obreros de la literatura y tenemos que colocar ladrillo tras ladrillo, mancharnos las manos y baldarnos la espalda del esfuerzo para levantar una humilde pared de palabras que a lo peor luego se nos derrumba”.
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Y hay más: los silencios que abruman, la angustia, la locura, las clasificaciones de los tipos de escritores, de la literatura de mujeres, de la acechanza de la muerte.
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Una escritora, todo escritor, una persona común y admirable a la vez.