La joven de la perla de Tracy Chevalier

A partir de

La joven de la perla de Tracy Chevalier

En la casa de Jan Vermeer. Pero aquí el protagonista no es el pintor.

Es la criada.

Es Griet.

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Un día de una criada es igual a otro día de una criada. “El resto del día transcurrió de forma muy parecida al primero, como también ocurriría con los días siguientes. Después de limpiar el estudio e ir a los puestos de pescado o la lonja de la carne, empezaba otra vez a hacer la colada; un día me dedicaba a separar la ropa, ponerla en remojo y lavar las manchas, otras a frotar, enjuagar, hervir y escurrir las prendas antes de colgarlas para que se secasen y blanqueasen al sol del mediodía, y otro día a planchar, remendar y doblar la ropa. Todos los días, a una hora determinada, paraba para ayudar a Tanneke con la comida”.

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Pero había algo más. Cuando Vermeer fue con su mujer Catharina a la casa de Griet para contratarla, estaba haciendo la sopa y vio que separa las verduras por colores. Le preguntó por qué, “es que los colores se pelean cuando están juntos, señor”, le respondió sin pensar.

Ya en la casa, pregunta a Catharina si debía limpiar las ventanas del estudio. “-¿Por qué no? -contestó ella bruscamente-. No hace falta que me preguntes bobadas”.

No eran bobadas: “-Lo digo por la luz, señora -expliqué-. Si las limpio, podría cambiar el cuadro. ¿Entiende?”.

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¿Y esas cualidades? ¿eran acaso parte de su naturaleza? ¿eran de su entorno, uno inesperado a primera vista -ella una criada influenciada por un azulejero, su padre? ¿era su curiosidad, como cuando le permitió ver a través de la cámara oscura de su amigo Van Leeuwenhoek mientras le explicaba que era una herramienta que le permitía “ver de otra forma, ver más de lo que hay” y así pintar mejor? ¿era que simplemente apreciaba la pintura, no que le gustaba, que la apreciaba, que comprendía, a través de los cuadros del maestro que “él veía las cosas distintas a los demás, y así conseguía que una ciudad en la que había vivido toda mi vida pareciera un sitio diferente, o que una mujer se volviera hermosa al recibir la luz en la cara”? ¿era una solución, una compensación, un equilibrio a esos “años enteros dedicados a cargar con agua, escurrir la ropa, fregar suelos, vaciar orinales” el poder “disfrutar de la belleza o el color o la luz en mi vida”?

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Hay pasos en la vida que son como casuales. Que pueden darse o no darse. Que nos llevan solos por nuevos caminos o nosotros los guiamos.

Un año después de llegar a la casa del pintor, hacia 1665, con diecisiete años, Griet comienza a ayudar en su estudio a Vermeer. Primero comprando los ingredientes para sus pinturas, algo que antes no había permitido a nadie; después, pidiéndole que tras limpiar el estudio le preparase las pinturas y le explicó cada color; más tarde, pidiéndole que sustituyera a la modelo de un cuadro que estaba pintando. Después, Vermeer empieza un nuevo cuadro, Griet mira la escena, todo estaba muy ordenado y “sabía por sus otros cuadros que debía haber cierto desorden en la mesa, algo que llamase la atención”. Tras muchas dudas y con mucho temor, cambió la disposición de las cosas, “el joyero, el trapo azul, las perlas, la carta, el tintero”, y esperó. Vermeer volvió no le dijo nada y nada cambió, “esa noche me quedé tumbada sonriendo en la oscuridad”. Después le preguntó por qué hizo esos cambios, y ella: “Tiene que haber un poco de desorden en la escena para contrastar con la tranquilidad de ella”. Vermeer quedó pensativo y sólo dijo: “No creía que fuera a aprender algo de una criada”.

Había aprendido algo de una criada.

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Pero si no fuera, no pudiera o no quisiera ser, ella misma pintora, había algo más, algo que la hacía partícipe de esa belleza.

Griet le contaba, le describía, le narraba los cuadros de Vermeer a su padre ciego cada domingo que volvía a la casa de su familia.

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Pero la belleza del producto: el lienzo; incluso de sus faenas más laboriosas: moler los ingredientes para preparar los colores, limpiar el taller del pintor; incluso de esa participación distante: narrar el cuadro, observar la escena del pintor pintando; incluso de esa participación indirecta: aprender a mirar las cosas de otro modo, descubrir sus colores; todo esto, tiene su oscuro, rudo, violento trasfondo.

La familia Vermeer necesita la venta de los cuadros de Vermeer, son diez bocas que alimentar. Van Ruijven es poderoso y es quien se los encarga. Y después de una visita a la casa a retirar un cuadro desliza su mano sobre el muslo de Griet y pide un cuadro con ella. Vermeer se irrita, no quiere. Griet no quiere. Se lo dice a su enamorado, Pieter, el bello hijo del carnicero. Práctico le dice: “Es muy poderoso, y tú no eres más que una criada. ¿Quién crees que se saldrá con la suya?”. Pero no se resigna: “Llevaríamos nuestro propio negocio, ganaríamos nuestro propio dinero, dominaríamos nuestra propia vida”, si se casan y llevan la carnicería del padre.

La pintó, sería La joven de la perla. Le costaría el trabajo que Griet necesitaba para ayudar a su familia a sobrevivir.

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