ARTE Y LITERATURA. Los tejidos de Ariadna. Jennifer Saint

Ariadna fue abandonada por Teseo en Naxos, la isla del dios Dioniso. Allí, por él protegida pero sola, retomó su arte del tejido.

“El telar que estaba lleno de polvo antes de que Dioniso transformara la vieja casa en su palacio, resplandecía ahora, lustroso, y me dispuse a tejer. Mientras hilaba el suave vellón, la destreza de mis dedos me recordó las mil veces que había hecho eso mismo con Fedra. Habíamos tejido tapices con escenas que considerábamos apropiadas para las princesas: bodas, y todo mientras aguardábamos a que llegara la nuestra. La complejidad de la tarea siempre me había absorbido, aunque la lentitud frustraba a Fedra, y recordé el cuidado con el que había bordado cada pavo real, cada granada en los bordes, el símbolo de Hera. Como diosa del matrimonio, nuestras escenas nupciales con hilo brillante estaban dedicadas a ella y eran ejemplo de nuestra devoción por el deber.

No quería recrear esos tapices aquí, en Naxos. Sin nadie que mirara por encima de mi hombro, era libre para contar las historias que deseaba. La agotada Leto, condenada por Hera a vagar por la tierra mientras su vientre se hinchaba con los gemelos que había engendrado Zeus. Io, desorientada por su metamorfosis de mujer a vaca cuando Zeus quiso, una vez más, ocultar su infidelidad. Y, por supuesto, Sémele, intentando inútilmente protegerse los ojos del destello de luz dorada que la redujo a cenizas. Me perdí en el frenesí de la creación; las horas pasaron en un abrir y cerrar de ojos mientras el elevador iba de un lado a otro entre mis manos. Cuando terminé el tapiz, lo sostuve con un orgullo fiero. No presentaba escenas cuidadosas de alabanza a los dioses. Esto era algo totalmente distinto.

Esa noche soñé con las escenas que había tejido: mujeres transformadas y atormentadas. Y el sueño pasó a tener lugar en Naxos: yo estaba en la arena, con los robles gigantes y los cipreses a mi espalda, mirando las caras rocosas de las montañas. Sentí un cosquilleo incómodo en la base de la espalda cuando miré la cima alta, donde se encontraba una figura. Cuando una nube tapó el sol, la vi con claridad. Los brazos blancos relucían como el mármol. Tenía los ojos grandes y redondos, bordeados por unas pestañas espesas que parecían una parodia de la inocencia. La mirada negra estaba fija en mí, implacable, y sentí el acero frío de su odio como una espada en la garganta. Hera. Me removí y sentí que caía en una red resbaladiza, me acercaba a los bordes en un desesperado intento de escapar. Respiraba con dificultad por el miedo y me arañé la garganta en un intento de tomar aire. Me senté rápido y me enredé con las mantas. La luz del amanecer entraba en la habitación y estaba sola. Inspiré profundamente y sacudí la cabeza, tratando de deshacerme de las garras del sueño que aún me aferraban, esperando a que el miedo se disipara en la tranquila soledad de la mañana”.

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