
La libertad: En la carreta, Liz, la China Iron y su perro Estreya, el gaucho Rosario y su corderito Braulio, hacia Tierra Adentro, donde estaba la estancia que compró el marido de Liz en Inglaterra.
“De Liz supimos menos, lo poco que nos contó: había tenido padre y madre, granjeros escoceses, colorados como ella. El padre era granjero por caída, había querido ser artista, era artista, pasaba más tiempo con sus lienzos que recogiendo papas, la madre rebuznaba de cansancio entre la huerta y la crianza de los hijos pero lo quería y quería que pintara, deslumbrada por los paisajes de su hombre, siempre masas de luz, la de Jesús nuestro señor, pensaba ella que creía que el padre de sus hijos era una especie de profeta del pincel. Y un poco era, dice Liz, creía que Dios estaba hecho de algo parecido al sol y le explicaba el mundo como masas de colores. Aun en la mayor oscuridad, cuando parece que Él no está y el desamparo nos aplasta, habrá que mirar bien: algo relumbra, algo nos guía, hay que seguir adelante en busca de un destello. Él los encontraba en lívidos revueltos de las nubes de Escocia y cáscaras de papa con aura, fulgurantes sus bordes recortados; torbellinos de pelos de la esquila como luciérnagas contra el blanco algodonoso de un cielo en movimiento, blanco sobre blanco sabía pintar el viejo Scott y era posible distinguir uno de otro a simple vista, y el sol cayendo a plomo difuminando mar y pastizales: un Turner campesino, me explicó Liz mientras desplegaba algunos cuadros de su padre y yo entendía las masas luminosas, cómo no entenderlas en esas pampas, pero no lo de Turner, entonces ella sacaba otra tela, Steam-Boat off a Harbour’s Mouth in Snow Storm , una copia que había hecho su papá para vender allá en su pueblo, y otra más, la que más me impactó: una locomotora surge negra y feroz del naranja espeso y sin embargo un poco translúcido de un amanecer sobre un río en el que apenas se adivina un bote, el Támesis, me dijo Liz, del puente de Maidenhead, uno tan de hierro como la locomotora, que va de Londres hacia el Oeste y el cuadro se llamaba Rain Steam and Speed – The Great Western Railway . El cielo es espeso por el smog, me explicó Liz: el aire de Londres estaba sucio, tenía carbón flotando y esas pequeñas partículas hacían dos cosas a la vez: reflejaban el amanecer, lo multiplicaban, y hacían del aire un espacio turbio. A mí me gustó toda esa luz, la del señor Bruce Scott, papá de Liz, y la de William Turner con su locomotora y su bote, tan parecida a la nuestra por allá, era un profeta de nosotros también Turner, tan parecida a mí misma, a todos nosotros sucediendo en el aire de la pampa, tanto más diáfano, observé, que el de Inglaterra. Y tuve razón.
Quise pintar, Liz sabía cómo, y empecé. Pincel en mano, fascinada con la paleta de colores de la acuarela, traté de hacer a los bueyes y a nosotras mismas. Algo salió y Liz siguió contando. Ella hacía, feliz como un conejo comiendo zanahorias, dijo, caminatas con su padre y hablaban de la vida, de los libros que él le hacía leer, de la escuela de ella, de la incógnita del futuro. Cuando conoció a Oscar se aclaró: decidió partir a hacer fortuna allá en las pampas. No sabía mucho, salvo que eran tierras casi vírgenes de todo trabajo. El padre la empujó, le dijo que fuera a esa luz nueva americana y que volviera, que él la esperaría.
Y ahí estaba, dirigiendo mi mano estremecida por el contacto con la suya en el cielo celeste de ese mundo nuevo, yendo a buscar la fortuna que era suya y que liberaría a su madre de la granja, a su padre de cualquier otra cosa que no fuera pintar, a sus hermanas de todo matrimonio no deseado y a sus hermanos de las papas y del frío inglés de casi todo el año.
Cuando se cansó de hablar me besó suave, apenas, yo me atreví y le pasé lenta la lengua por los labios, lenta la lengua por la lengua, en llamas como la locomotora de Turner en el incendio del amanecer londinense. Me apartó un poco, con ternura, y me dijo que siguiera con la acuarela que iba bien”.