
A partir de
Los ojos de Mona de Thomas Schlesser
La repentina, y pasajera, ceguera de la pequeña Mona con sus diez con el susto para ella misma, para sus padres, Camille y Paul, y su querido abuelo Henry bifurcó su camino de un modo inesperado.
Los padres, iniciaron las consultas médicas con el doctor Van Orst que recomendó, mientras realizaba los estudios de los ojos de Mona, que acudiera además a un psiquiatra. Mientras Camille iba con Mona y el doctor Van Orst, el abuelo se comprometió a llevar a Mona al psiquiatra.
Pero tenía otro plan: si fuera a quedar ciega, tiene que poder conocer antes toda la belleza de la humanidad, así que decide, sin revelarlo a Camille y a Paul, que en realidad la llevará “a esos lugares donde se conserva lo más bello y humano que el mundo puede ofrecer: los museos”; cada semana, en vez de dirigirse al psiquiatra verán una obra de arte, en el Louvre, el Orsay y el Beauborg.
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[La belleza. “Lo importante es lo que tenemos ante la vista”. ¿Pero, está allí ante nuestros ojos?]
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Cada semana, un cuadro. Ante cada cuadro, después de observarlo detenidamente, suscitar una pregunta, y de la pregunta, una explicación, una lección, una enseñanza, un significado.
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[No sólo ante nuestros ojos. “Si se cuenta bien, se convierte en algo bonito”. Mirar. Sí, miremos, “tómate todo el tiempo que necesites para mirar, para mirar de verdad”, observemos. Pero sepamos que miramos mediados por el relato que nos contamos. Andan los visitantes de los museos “aturdidos, en busca de una emoción que no solían encontrar por falta de una clave de lectura realmente eficaz”].
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Cada explicación, cada lección, cada enseñanza, cada significado, diciéndonos algo muy sencillo y esencial. Por ejemplo, ante Venus y las tres Gracias de Botticelli, la importancia de saber dar, saber devolver, saber recibir; una cadena que une a los seres humanos. Y así, ante cada uno de los 52 cuadros que recorrieron.
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[Mirar, también, “la existencia de lo que escapa a nuestros ojos”. ¿Entonces?
El arte de todos los tiempos, aquel que traspasa, transciende, su inmediata necesidad, para hablarnos, en cada tiempo, a todos nosotros, a cada uno de nosotros, una y otra vez, transportándonos a su tiempo -saber del pintor y su época-, devolviéndonos al nuestro -saber de nuestra época-, con una voz siempre igual y siempre distinta. Aunque para escuchar lo que nos decimos a nosotros mismos, ese relato que nos contamos cada vez, tenemos que fijar la mirada, llegar a su belleza, para así, a través de otro, de eso otro, poder atrapar su belleza propia].
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Ese camino que recorrieron Mona y Henry, nos mostró otra belleza, la de la comunicación “milagrosamente pura” entre abuelo y nieta.
(Lumen. Traducción de Lydia Vázquez)