La clase de griego, de Han Kang

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La clase de griego, de Han Kang

Sufrir la pérdida. Del mundo. De la realidad. O de la ilusión de captar/capturar/acercarse a la realidad quedando acaso, así, ante el abismo de uno mismo.

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Aprendió muy niña, tres años apenas, a leer, las palabras.

Poco después cayó en un mutismo repentino, a los seis años. Y ahora de nuevo, mientras daba unas clases de literatura.

Ya le había pasado que “le costaba soportar que podía oír con una claridad escalofriante las palabras que pronunciaba cada vez que abría la boca. Por muy significante que fuera la frase, dejaba traslucir, con la fría claridad de un trozo de hielo, la perfección y la imperfección, la verdad y la mentira, la belleza y la fealdad. Sentía vergüenza de las oraciones que se desprendían de su lengua”.

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Por esto, no era su separación, la reciente muerte de su madre, la pérdida de la custodia de su hijo, como le decía su psicólogo por evidente.

Era esta aguda exigencia en la que oscila, como una espada fría pendiendo sobre ella -la misma que separa a Borges, el maestro de la palabra perfecta, de su amada, y a ella, de la realidad: “En aquel entonces, la espada no me separaba todavía del mundo”.

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Y si fue en una clase de francés, en la que, ante un idioma desconocido, una palabra le hizo recuperar su habla, ahora, veinte años después, decide intentar el mismo tratamiento, y por eso toma clases de griego; no por leer a Homero, con sus reglas complicadas que permiten oraciones tan simples y claras. Aunque, por ahora, “sólo reina el vacío dentro de su boca”.

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Su profesor de griego, que viene desde adolescente progresivamente quedándose ciego, escribe a su amor de aquellos años, la hija sordomuda de su oftalmólogo. Recuerda con amor lo vivido, lamenta la separación. Le cuenta que imparte clases de griego clásico, esa lengua que “no se puede usar en la comunicación oral”.

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Y, entonces, tal vez, no sólo la incapacidad de las palabras frente al mundo, sino, ante las otras personas. La incomunicación, por medio de las palabras. Pero ¿hacen falta? Este amor de este casi ciego con aquella sordomuda. Hay, ¿los hay?, otros modos de encontrarse y salir del abismo de uno mismo. El silencio era, para ellos, posiblemente uno.

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Su psicólogo, ante su timidez frente al mundo –“persona de voz queda”, no le gustaba acaparar espacio -su madre casi la aborta-: “¿No será que esa fascinación que sintió por la lengua, a tal punto que es el primer recuerdo que conserva, se debe a que supo de manera instintiva que el lazo que une el lenguaje y el mundo es terriblemente débil? Es decir, puede que esa atracción por la lengua se asemeje en su inconsciente a la sensación de peligro y fragilidad que percibe en el mundo”. Con “la única pregunta que se planteaba constantemente a sí misma: la duda de si podía permitirse existir en este mundo”.

No le parecía así a ella; y ante su analista, enmudeció.

Y siempre, aún cuando todavía hablaba, su “forma de relacionarse más inmediata y directa era la mirada”.

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¿En qué creía? Con el Platón de La república, en la belleza en sí, en la belleza absoluta- Que no puede existir en la realidad.

¡Ay, del conflicto con la conflictiva realidad!

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Versos de un poema:

‘Las palabras se alejarán aún más de ella

Los sentimientos que las han saturado

…’

¡Au del abismo de uno mismo, de las oscuras emociones que nos dominan!

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Callar, perder la vista, dejar de escuchar-. Ante un mundo que no admite lo bello, lo bueno, lo luminoso, más que como idea: un ideal: algo imposible: inmaterial. Y ella, que “no podía reconciliarse con eso”.

Una rebelión contra el mundo; imposible, estéril, impotente, ciega, sorda, muda. Acaso, necesaria.

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