El paraíso perdido, de John Milton

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El paraíso perdido, de John Milton

“Canto la desobediencia del primer hombre, y la fatal fruta del árbol prohibido, cuyo bocado, desterrando del mundo la inocencia, dio entrada a los dolores y la muerte y nos hizo perder el paraíso”.

Canto que es una investigación de las causas de esta pérdida, de las causas de una caída. Una caída en “dudosa batalla”: cuando salimos al combate, sabiendo de antemano -tal vez apenas confusamente- que puede ser una batalla perdida. Pero justa -al menos, necesaria. Una dudosa batalla, una batalla casi seguro perdida de antemano: destinados entonces a caer en el combate.

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La temible “guerra de los cielos”. ¿O por los cielos?

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Es que sí: es una lucha por el poder. El rebelde, el ángel caído, antes Lucifer, ahora Satanás: ¿contra qué se rebela? Contra “esta detestable servidumbre”.

[¿Es tal? ¿No viven en la luz y la dulzura del Cielo, cantando alabanzas, sin conocer la necesidad, viviendo, inmortales, sin conocer el dolor de la muerte?].

Convoca a sus ejércitos a una guerra abierta contra su enemigo: Dios, “ese tirano bárbaro”, “ese enemigo ajeno a toda piedad”.

¿Pero que despertó el odio y la furia del arcángel? Quería su trono al lado del de Dios. Dios lo rechazó. No sólo eso, después, puso a su lado a su propio Hijo.

Ser como Dios, rey del universo. Lo único que Dios no permite. ¿Soberbia, justa aspiración? ¿Puede hablarse de libertad, si la libertad es la de ser siempre un servidor -aunque sea un servidor feliz- impedido de elevarse por sobre su condición?

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Aspirar al trono de Dios -ni siquiera sustituirlo, sino sólo compartirlo, un trono al lado del otro- no sólo infringe -rebelde insolente- el único limite impuesto, amenazando la exclusividad de Dios, sino que alcanza a su misma fuente de poder. Lo revela Belcebú hablándole a Satanás: “¡Tú, que con tus heroicos hechos incapaz de temor dudar hiciste, si debe el Criador omnipotente su autoridad suprema a las contingencias del azar, o si consiste en su mismo ser!”.

El solo desafío, debilitaba el poder supremo.

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A la terrible guerra armada le sigue la guerra de las razones. ¿Quién es el culpable?

Los rebeldes, primero estos ángeles, después los seres humanos, Adán y Eva; a aquellos prohibido sólo el trono, a éstos prohibido sólo el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Tenían todo. Tenían, también, la libertad, excepto de sólo infringir estas prohibiciones. Ellos son los culpables.

¿Y por qué estableció esas prohibiciones? Para Dios, no había envidia de que otros adquirieran un trono, ni quería mantenerlos en la ignorancia, era “pura prueba de que Dios habrá determinado hacer de su obediencia debida”.

Hablaban de cosas distintas. La libertad, para Dios, era apenas una prueba: para comprobar si la sumisión -fueron creados para “darme culto”- era genuina u obligada: “¿qué aprecio merecerían los obsequios forzados, que el temor tributase a la potencia? Yo de esclavos nada quiero; ni a ellos placer alguno les resulta de su obsequio, ni a mí la menor gloria”.

La libertad para los hombres es inseparable de la igualdad. Para el arcángel, su trono al lado del de Dios. Para la mujer, para Eva, la igualdad con el hombre, con Adán, y se decide a morder de la fruta prohibida, con esto, quedará compensada la gran ventaja que su sexo “lleva al mío, me amará más que hasta aquí, y estaré mucho más independiente de su apoyo; podré igualarme con él, y aún quizá del dominio apoderarme, que ahora sobre mí tiene”.

Dos miradas distintas -opuestas-: la libertad como libre albedrío -elegir solo dentro de los límites que el poder establece; la libertad como igualdad. Dos reglas opuestas para regir la sociedad de los ángeles y la sociedad de los humanos.

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Nos lleva esta investigación a que pasemos de la “guerra de los cielos” a la guerra por lo cielos. Que conozcamos que los rebeldes se lanzan -siempre- “en dudosa batalla”-. Que de sus causas conozcamos que se trata de una lucha por el poder; una lucha por las fuentes del poder; una lucha por las reglas mismas de la vida en sociedad.

Y nos lleva a algo más.

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Conocimos también que detrás de cada victoria hay solapada una derrota, y detrás de cada derrota una temible victoria. “Que el imperio del mundo dividamos”, proclama altivo Satanás, “ese adversario soberbio y yo, dividamos a lo menos, y en él, iguales cultos consigamos. Que Él sea el dios del bien, y yo, al contrario, el dios del mal”.

Sí, dos dioses finalmente. Y, además de ampliar el repertorio de lucha, en ese debate entre la guerra abierta y el arte de la astucia con la tentación, al que finalmente recurrió para lograr con su caída la caída de la humanidad y hacer del mundo escenario de horrores, conocer que el infierno lo llevamos dentro. “¿Adónde huiré, desventurado? ¿En dónde de su vista, a la cual nada se escapa, podré ocultarme? … Las infernales puertas he forzado, de mi prisión he hallado la salida, pero ¿qué he sacado de mis fatigas? ¡Ah! ¡El verdadero infierno aquí se anida, en lo hondo de mi pecho!”, que es “un segundo infierno, que arrastrado de un insano furor, he abierto por mi propia mano, mil veces más voraz, y más profundo que el primero en que fui precipitado!”.

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Y ahora, si el bienestar inmediato -o su ilusión, o su promesa- se entroniza; si el nuevo albedrío, el de elegir entre bienes que consumir, desterrando la igualitaria libertad, prevalece, ¿se estará engendrando un nuevo rebelde, que reclame el trono?

Y ahora, si no hay paraíso que perder, si fuimos arrojados al dostoyevskiano si no hay Dios todo está permitido, ¿se desplaza el permanecer en algún paraíso, a la redención, un cielo por ganar? Pero, ¿y si vivimos en el weberiano desencanto del mundo, qué queda?

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