Lucía Miranda, de Rosa Guerra (La cautiva de Rosa Guerra)

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Lucía Miranda, de Rosa Guerra (La cautiva de Rosa Guerra)

Año 1527, próximo al Río de la Plata, el fuerte Espíritu Santo comandado por Nuño de Lara, que cuidaba de sus habitantes y con su prudencia contenía arrebatos de sus soldados contra sus apacibles vecinos, los indios Timbúes.

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[La ironía -es que nos habla la autora- para denunciar las arbitrariedades de la monarquía y las intrigas palaciegas: al fundador del fuerte, Gaboto, la Corona de España a la vez que le concedió el título de Capitán General del Río de la Plata, por orden real le impedía volver a aquellas tierras].

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La dificultad de catalogar. O de aplicar las categorías que ordenaban una naciente nación. Comandaba a los Timbúes el Cacique Mangora que, “a pesar de ser bárbaro, reunía en su persona toda la arrogancia de su raza, las bellas prendas de un caballero, y su corazón educado, y cultivado su espíritu por el trato de los españoles, había adquirido casi todas sus caballerescas maneras y fino arte de agradar”.

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La belleza, gloria y condena. Vivía en el fuerte Lucía Miranda, “dama de extremada hermosura”, esposa del valeroso Sebastián Hurtado, “una mujer irresistible … una mujer que no se podía mirar sin amar … atraía todos los corazones, tanto españoles como indios”.

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[La autora sigue hablándonos: no era Lucía “heroína de poetas”, sino “una de las mujeres de Balzac”, de las que también habla Eugene Sue].

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Lucía y Sebastián tomaron bajo su protección a Mangora, lo iban civilizando, querían casarlo con una española. Mangora vio encenderse las llamas de la pasión por Lucía, “llama que fue causa de tan espantosos infortunios, tanto para los tiernos y amorosos esposos, como también para toda la colonia”.

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[Acaso el mito descanse en la unión casi total entre el destino individual y el colectivo; probablemente un modo de decir la fragilidad del individuo ante el poder de su tiempo; fondo arcaico de nuestras modernísimas vidas].

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Mangora le confesó su amor. Lucía le dijo que estaba casada, era imposible. Mangora dejó de ir al fuerte, entristeciendo a Lucía que lloraba sin decirle el motivo a su esposo; vuelve, desmejorado, por su amor imposible. Y la increpa -ese trasfondo de la imposible clasificación, separación, entre civilización y barbarie: “¿creías que porque era indio no tenía corazón?”. Y le anuncia, casi caballerescamente que, después de lucha un año contra su pasión, ha resuelto que la hará suya. Ella, a lo Penélope, para ganar tiempo hasta que vuelva Sebastián de su expedición para contarle todo y decirle vuelvan a España, le dice al cacique que le de tiempo para pensarlo. Enterado de la astucia, enfurecido, “dominado por esa pasión fulminante e indómita, que se llama amor”, decidió vengarse, junto con su hermano Siripo, arrasando el fuerte y tomándola como cautiva.

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La construcción del mito. El eco de la tradición griega se invoca como para dar dignidad a esta conquista superponiéndolo a la clave para justificarla.

“Para algunos pueblos ha sido una fatalidad la hermosura de una mujer. Una mujer hermosa trajo la desgracia a los griegos. Lucía fue la Elena de los españoles”. Esta vez el presente griego no fue un caballo de madera, sino la ofrenda de alimentos para los hambrientos habitantes del fuerte, los reciben, los agasajan en reconocimiento, y una vez terminado el festín, los indios asolaron el fuerte provocando una carnicería.

Y dos lenguas en Mangora, la civilizada y la bárbara se sucedían y luchaban entre sí, “revolcándose en su estera, daba espantosos alaridos, llamaba a la española con los nombres más cariñosos que había aprendido de Lucía, más después, volviendo de su delirio, la rechazaba, la llenaba de imprecaciones en su lengua indiana”.

Moriría Mangora, pidiendo el perdón de Lucia y ser bautizado, haciéndole a admitir a ella que si no fuera esposa de Hurtado lo habría sido de Mangora. Siripo se vengaría, nuevas y desgraciadas jornadas esperaban a Lucia, que moriría junto a su esposo que fue a rescatarla, quemados juntos en bárbara hoguera.

La inhumanidad propia de la conquista fue vencedora y causante de tantas desgracias; el amor cristiano, aunque impotente hubiera permitido contar otra historia. “Quedó del todo evacuado el Río de la Plata, término fatal de tres expediciones, que deberían desalentar el espíritu de conquista, faltando aquí el motivo de ensoberbecerlo con sus conquistas mismas. Es de presumir que si la causa de la humanidad hubiera entrado directamente en el proyecto de estas empresas, hubieran sido menos desgraciadas”.

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Ya no la cautiva, excusa de Ruy Díaz de Guzmán, oscureciendo el verdadero motivo: la ancestral lucha de un hombre contra otro hombre para probar su supremacía, haciéndose con un botín, una mujer, el cuerpo de una mujer. Sino ahora la cautiva -la mujer- víctima involuntaria de tres atributos: su belleza; la inhumanidad de las empresas de conquista; la -inconfesada- impotencia de la civilización frente a la barbarie.

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